XXIII: Paolo

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—¡Fóllame duro, tío! ¡Sííí, Paolo!

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—¡Fóllame duro, tío! ¡Sííí, Paolo!

De esa frase odiaba con el alma el final. Asumí que fue la manera que tuvo el enano para joderme por última vez, mi nueva identidad: Paolo Montezco. Al principio estaba tan ensimismado por todo el asunto en casa que no le di importancia, pero cuando comencé a ser consciente de que en adelante tendría no solo otra vida, lejos de aquello conocido, sino también el peor nombre existente, maldije a Cory. Sin embargo, al hacerlo sentí algo horrible ya que seguía sin saber de él.

Al crecer solo y sin crear lazos, jamás creí posible llegar a extrañar a alguien; ciertamente, no pasó cuando abandoné San Sebastián, en aquel entonces, sentí alivio por dejar atrás toda esa horrible vida y cada persona ligada a ella. No obstante, pese a la cantidad de meses que transcurrieron desde mi llegada a España, así fue. Lio, Rico y su familia, incluso ese par de chiquillos molestos qué son sus hermanitos; Harry, Omar, Cory, Cacius... hasta la amarga cara de Ximena, con frecuencia desfilaban y se apersonaban en mi mente. ¡Maldición!, me costaba dormir sin escuchar a Ricky interrumpir mi sueño con algún fragmento extraño de sus locos libros.

La peor parte era que pensar en la ausencia de sus raras lecturas, desencadenaba otros pensamientos como: ¿qué estará haciendo Rico? ¿Me extrañará? ¿Tendrá un nuevo compañero? ¿Creerá que morí? ¡Maldita sea! Mi mente me hacía la guerra por las noches y eso solo cuando decidía enfocarse en él porque, sin duda, en cuanto era turno de Cory u Oliver pasaba la noche en vela, cerrar los ojos resultaba doloroso, veía a ambos morir.

La primera semana fue la peor y más larga de todas, no solo debía acostumbrarme a una nueva vida en un nuevo lugar, sino también hacer de tripas corazón por todo lo que dejé atrás, por no saber qué fue de Oliver o si el enano odioso logró salir vivo. Hubo demasiadas pesadillas, escuchaba los disparos e incluso el olor de la pólvora me asediaba con frecuencia; por fortuna, tenía un par de buenos compañeros de piso que en vez de indagar, buscaban mi calma.

—Relájate, tío, te va a dar algo —me dijo en una oportunidad Martín, el pelirrojo greñudo que vivía en el cuarto de al lado; él estudiaba psicología y quizás quería experimentar conmigo, por eso no le contaba ni mierda—. Mírame, intenta una respiración de mariposa.

Lo observé contrariado y dudoso, pero él insistió de nuevo y comenzó a explicarme. Vi a Rico en él tan pronto se abrazó a sí mismo, es que mi mejor amigo solía recurrir a esa técnica para calmarse. Martín se aseguraba de que los dedos de ambas manos quedaran reposados sobre los hombros; me dijo que aquel método serviría para autorregularme, yo seguía sin dar crédito hasta que volvió a insistir, entonces, después de un tembloroso suspiro seguí su instrucción.

—Mueve tus dedos como mini palmaditas mientras aspiras aire a profundidad por la nariz y luego lo botas despacio por la boca, trata de contar hasta diez mentalmente.

Y así lo hice, paso a paso, hasta que mi cuerpo comenzó a recuperar la calma, despacio. A pesar de todo el terror nocturno y mi renuencia a contarle una infinitésima parte de lo que había vivido, me gustó tener su compañía, hacía más llevadero el tormento del no saber.

Un Sugar boy enamoradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora