PRÓLOGO

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Hay noches mensajeras de turbios presagios, y esta era una de esas...

Un relámpago iluminó la densa oscuridad que imperaba en la alcoba, acompañado por una  ráfaga de viento helado que con su fuerza, hizo remover el dosel que colgaba del majestuoso baldaquín del lecho.

Las tinieblas parecían reptar por los rincones, en las columnas salomónicas que soportaban el peso del techo abovedado; y enguir sin misericordia los lujosos detalles de los mosaicos, exquisitos adornos de aquella recámara. Se aunaban con la densidad de la noche, como crueles conquistadores de la vida misma.

Los candelabros no resistieron su duro embate y el moribundo calor de la hoguera,  feneció ante el mortal ataque, otorgándole la victoria.

Solo las persistentes tormentas eléctricas alumbraban, en luminosa rebelión por lo que estaba por suceder. Era como si el cielo mismo se manifestara contra ese frío... el frío de la muerte, el que regía las intenciones del que caminaba en dirección al lecho.

Sus ojos no podían dejar de observar la cadavérica figura que envuelta por las mantas y las pieles de lobos, respiraba con dificultad.

Con cada trueno que retumbaba, y con cada paso que se atrevía a dar hacia ella, se despedía del hombre que antaño fue. Y pensar que tiempo atrás lo que estaba a punto de hacer le hubiera parecido una monstruosidad.

Solo que tiempo atrás era un simple soldaducho con un futuro muy incierto, y ahora, ese futuro lo había convertido en el mismísimo rey de Umbría.

¿Por qué eso no le parecía suficiente?

Había aún tanto por conquistar, tanto por poseer. Y para lograrlo tenía que perpetuar una alianza fuerte, una alianza que le granjeara la aceptación de la corte, que le embistiera de más poder, de manera que nadie pudiera atreverse a poner en tela de juicio su autoridad.

Se había convencido de que era imperativo hacerlo.

Y pensando esto, dió los últimos pasos que lo acercaron a la parte derecha de aquella cama, donde, con sigilo, tomó asiento.

Dejando escapar un suspiro se permitió deleitarse con su silueta. Su mirada acarició la piel pálida, las negras y delicadas ondas de cabello desparramadas sobre los almohadones bordados con hilos de oro; las mejillas que antes rebozantes de vitalidad siempre acarició y ahora se mostraban enjutas. Observó con tristeza los labios resecos y resquebrajados que había, tantas veces, cubierto de besos.

Oh, cómo sus dedos aún anhelaban acariciarla. Después de todo, ella había sido su luz, el centro de su mundo, lo único que le trajo dicha en una vida de guerra. Pero no podía conservarla,  y casi como una ironía, la enfermedad se la estaba arrebatando. El despiadado clima de Umbría le consumía la vida.

Mirándolo desde otra perspectiva... lo que haría era muestra de su amor y misericordia. Verla sufrir, apagándose, era demasiado cruel.

Sí, necesario, era necesario.

Inclinándose hasta llegar a su frente, depositó un beso,  apenas un suave roce para no despertarla. Su perfume suave de azahar lo azotó, llenándolo de recuerdos que casi lo hicieron arrepentirse y olvidarse de todo. Pero se negó a caer en ellos, se aferró a los planes que había hecho, a los sueños que debía alcanzar, al poder que de seguro lo esperaba, y apretando los párpados para tomar fuerza, susurró una despedida:

—Hasta el fin de mis días...

Uno de los almohadones fue agarrado por sus manos, y sin perder más tiempo, lo presionó sobre el rostro de la dormida mujer.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras su amada víctima luchaba por respirar, pero no cedió, incrementó la fuerza y así, con los últimos espasmos de vida, también moría su humanidad.

Esa noche, la Casa Tenebris se cimentaba sobre la muerte.

Esa noche, la Casa Tenebris se cimentaba sobre la muerte

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TENEBRIS . El amor no florece en la muerte. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora