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— Amaia, cariño —  la llamó la abuela de Iago — ¿Te importaría ir a la cocina a por los platos para el postre?

Amaia negó con la cabeza y se levantó del asiento y caminó hacia la cocina.

Buscó con la mirada esos platos que le encantaban porque llevaban un bordeado de flores que había repasado millones de veces con los dedos.

Ese día ella se encontraba comiendo con su hermano Airas y Iago después de que hubiesen ayudado con el jardín durante toda la mañana. Era simplemente un día común de verano.

Ella todavía tenía dieciséis, pero su hermano había cumplido los dieciocho y ya había buscado pisos en los que vivir en el centro de la ciudad, lo que significaba que no podría verlo todos los días.

Amaia trató de olvidar la conversación que había escuchado durante los últimos dias. Las preguntas que recibía su hermano sobre qué iba a estudiar y donde iba a hacerlo, porque de algún modo u otro se sentía cada vez más lejos de él.

Finalmente encontró los platos en el estante más alto y se colocó de puntillas para poder llegar hasta ellos, pero cuando fue a cogerlos, ya había unas manos sujetándolos en su lugar.

Se giró para encontrarse rodeada de los brazos de Iago y tuvo que tragar saliva cuando sus ojos se encontraron con los suyos.

— Ten cuidado, pequeña.

Amaia frunció el ceño.

No era la primera vez que le dolía escuchar que la llamase así, pero sí la primera que se atrevió a fruncir el ceño, a dejar de fingir que no le importaba.

Porque aquel verano parecía que estaba comenzando a fijarse en ella, que por fin parecía que la veía, que dejaba de ser "la hermana de Airas" para ser Amaia, tan solo ella, sin la necesidad de recalcar que en realidad no pertenecía a ese grupo.

— No vuelvas a llamarme así.

Iago bajó los platos muy despacio para dejarlos en la encimera y la miró confundido.

Amaia se dio cuenta de que continuaba teniendo las manos húmedas, por lo que debía de habérselas lavado hacía a penas unos segundos tras haber estado transportando de un lugar a otro las macetas en el invernadero.

— Siempre te he llamado así.

Ella continuaba acorralada entre su cuerpo y la encimera de la cocina, pero consiguió marcharse pasando por debajo de sus brazos antes de que a Iago le diese tiempo a reaccionar.

— Ya, ese es el problema — susurró mientras caminaba de nuevo hacia el salón tratando de no llorar.

Jamás supo si aquel chico de ojos oscuros del que llevaba enamorada toda la vida la había escuchado, pero tampoco quiso saberlo, porque no soportaría que lo hubiese hecho y de todos modos no dijeses nada.

Cuando regresó la abuela de Iago, la miró aparcer con los brazos cruzados sobre el pecho y después desvió la mirada hacia el chico que caminaba tan solo unos pasos por detrás de Amaia.

Los observó con los ojos de la comprensión, los ojos de quien lo sabe todo aunque nada haya pasado.

No pasó mucho tiempo hasta que los chicos se levantaron de sus asientos y empezaron a limpiar la mesa cuando dijeron:

— Vamos a ir al lago. — habló Iago— ¿Vienes Amaia?

Su abuela esperó a la respuesta de la chica, quien negó de inmediato.

— No puedo.

— ¿Por qué? — frunció el ceño confundido.

— Le he preguntado antes si podía ayudarme después del postre con las margaritas — habló entonces su abuela.

Iago desvió la vista hacia Amaia, quien trató de no parecer sorprendida ante la respuesta de la mujer

Iago decidió simplemente rendirse. No estaba del todo convencido, pero no habría palabra que hiciese cambiar a su abuela de opinión.

Había aprendido a lo largo de su vida que lo que su abuela decía debía de hacerse. Era así, como una ley de la naturaleza.

Es por eso que simplemente ambos se encogieron de hombros, recogieron sus cosas y se dirijieron por el camino de tierra hacia el lago, donde sus amigos debían de estar esperándolos.

La abuela de Iago hizo un pequeño gesto con la cabeza señalando hacia el invernadero que se encontraba en la parte trasera del jardín y Amaia simplemente la siguió.

Estuvieron toda la tarde quitando las ramas secas de las flores en un silencio acogedor y cómodo porque entre ellas jamás se habían necesitado las palabras hasta que la abuela del chico suspiró.

— Dale tiempo.

Amaia tragó saliva. No se atrevió a mirar a la abuela de Iago a los ojos mientras los suyos le picaban a causa de estar conteniendo las lágrimas.

— Él todavía no lo ve, no del mismo modo en el que tú lo haces.

— No sé a que te refieres.

— Ahora parece mucho tiempo. Mucha diferencia. Como si tres años simplemente se tratasen de un abismo entre los dos, pero no te preocupes. Llegará un momento en el que ni siquiera creerá que existe ese pequeño y diminuto hueco entre vosotros.

Amaia asintió con las lágrimas en los ojos y se dejó abrazar por la abuela del chico del que había estado enamorada toda su vida.

Y Margarita lo sabía.

Lo sabía y aún así ni siquiera dudaba que un día estarían juntos y de que ella continuaría viva para verlo.

Vuelve, MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora