El infiltrado de Lendar

60 10 46
                                    

Sirael Lamar cumplió dieciocho años un mes después del nacimiento de Alan Carter. Sin embargo, a pesar de estar contento y orgulloso por haber alcanzado la mayoría de edad, ese día fue para él cómo una nota disonante en una melodía armoniosa. Estaba sumido en una profunda depresión y desasosiego, debido, entre otros motivos, a que Armin, el guerrero más peligroso y a la vez más fiel de Klevchrono, era su padre. No obstante, ese hecho no impedía que su único sentimiento hacia él fuese uno extraño y sin definir, que nacía únicamente del hecho de tener lazos de sangre.

La apariencia física de Sirael siempre había sido admirada por Armin. Sus rasgos faciales eran tremendamente hermosos. Su perfilada y proporcionada nariz, su pelo largo y rubio recogido en una coleta, cuyo flequillo caía suavemente a ambos lados de su cara y la forma de su ojos almendrados y su mirada penetrante componían un rostro digno de la belleza griega. Respecto a su personalidad, era un chico tímido e introvertido. Nunca había mostrado interés por las cosas debido a que nunca había tenido la oportunidad de encontrar lo que realmente le hacía feliz. De hecho, ni él mismo lo sabía, ya que había vivido toda su vida en un ambiente de maldad, egocentrismo y fanatismo hacia un ser que para él nunca había merecido ni el derecho a la vida.

Su padre le había criado desde pequeño. Sirael se había pasado el último año pensando en las obligaciones a las que le había sometido Armin, sin siquiera preguntarle si quería llevarlas a cabo.

En la gran sala del castillo de Lamar se respiraba un ambiente de hostilidad y castigo. Por las ventanas entraba un aire sofocante y húmedo, que no hacía sino acrecentar la incomodidad de los presentes.

Klevchrono apagaba las vidas de algunos de sus guerreros como si apagara la débil llama de una vela. Después del fracaso del ejército de Lamar en la iglesia donde Alan había sido bautizado, su poder había sido notorio bajo las paredes de su castillo. Al fin y al cabo, su nuevo ejército (en el cual Klevchrono había puesto tantas esperanzas) había fracasado en la única oportunidad de entregárselo. Pensó que si fallaban en algo tan sencillo cómo secuestrar un bebé, ¿Cómo podrían encargarse de ayudarle a conseguir el poder?

La mesa dónde habían trazado el plan del ataque en el bautizo estaba partida por la mitad. La madera echaba chispas amarillas y las sillas habían salido volando en un ataque de ira de Klevchrono. Dos filas de soldados estaban frente al trono dorado de su líder. Él estaba sentado mirándolos con cólera, mientras ellos intentaban pensar en las posibles respuestas que tendrían que dar a sus crueles preguntas.

—Creí que había sido bastante claro en cuánto a lo que había que hacer. Había diseñado un plan que debía haber sido correctamente ejecutado—dijo mientras apoyaba dos de sus azulados dedos en su frente.

—Mi señor...—dijo uno de los guerreros mientras se acercaba lentamente, con la cabeza gacha y las manos temblorosas. —Como vos comentásteis en la reunión del ataque cabía la posibilidad de que ese ejército...—dijo mientras intentaba acordarse inútilmente del nombre del ejército enemigo. Otro soldado le susurró con voz casi inaudible:

—los Lendar—dijo.

El guerrero acobardado continuó:

—Sí, los lendar mi señor... llegaron a la iglesia y...

—¿Y?—respondió Klevchrono con una voz ronca y autoritaria. La descarnada imagen de su rostro emitía una intensa luz azulada.

—Solo que... ellos se lo...—afirmó temblorosamente el guerrero.

—Perdona nuestro error mi señor.

Klevchrono se quedó pensativo, preguntándose si realmente había oído lo que había dicho el soldado.

Alan Carter y la destrucción del oráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora