El sueño de Alan

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Un año después de la guerra que había terminado con la entrada de Klevchrono en el muro de los espíritus condenados, el pueblo de Lendar, ya bastante recuperado, había decidido volver a su castillo. Ya no tenían que esconderse en las colinas para proteger a Alan, ni tener que vivir en tiendas de campaña, ni tampoco proteger el oráculo, pues no había nadie que intentase destruirlo. El ejército se había evaporado cómo el humo de una hoguera apagada por la lluvia. El enemigo solo era un frágil espectro dentro de un muro de piedra que mostraba enormes deseos de volver a salir. Sin embargo, no había nadie que fuera capaz de satisfacer su necesidad. Muchos de los guerreros habían muerto en la guerra y los que no habían resultado heridos, simplemente habían huido. El ejército evolucionario ya era historia.

El moderno castillo de Lendar había pasado por diversas reformas en el último año. Antes de llegar a su acceso principal habían creado un patio enorme con una estatua con la forma del oráculo en el medio. Decenas de magos se habían tomado la molestia de construir la creación.

Alan había pasado el día anterior mirando algunas de las fábulas de animales que estaban escritas con bordado dorado sobre las grandes telas que colgaban de las paredes. Se quedó pensativo mirando una de ellas. Decía lo siguiente:

El León Justo y el Zorro Astuto

En la vasta sabana africana, un león llamado Leo gobernaba con sabiduría y justicia. Era conocido por su fuerza y valentía, pero también por su sentido de la ética y la moral. No tomaba decisiones apresuradas y siempre buscaba el bien común.

Un día, un zorro astuto llamado Zoro llegó a la sabana. Zoro era conocido en otras tierras por su ingenio y habilidad para engañar a otros animales para su propio beneficio. Al enterarse de la fama de Leo, decidió poner a prueba su justicia y, de paso, conseguir algo de comida gratis.

Zoro se acercó al león con una historia inventada. "Oh, gran Leo, he venido a pedir justicia. Hace unos días, mientras cazaba, un antílope me robó mi presa. No tengo pruebas, pero te juro que ocurrió."

Leo, siempre justo, decidió investigar. Hizo llamar al antílope acusado, quien se presentó con temor. "Majestad, soy inocente. No he robado nada. Me alimento de pasto, no de carne," dijo el antílope con voz temblorosa.

Leo observó a ambos con atención y luego, con su voz profunda, dijo: "Zoro, aunque eres conocido por tu astucia, en esta tierra valoramos la verdad y la justicia. No puedo condenar a alguien sin pruebas. Además, tu historia no tiene sentido, pues los antílopes no cazan."

El zorro, sorprendido por la respuesta, intentó defenderse, pero Leo continuó: "En mi reino, la justicia no se basa en astucias ni engaños. Aquí, todos los seres deben ser tratados con respeto y verdad."

Zoro, avergonzado y sin más argumentos, se retiró humillado. Aprendió que en el reino de Leo, la ética y la moral prevalecían sobre la astucia y el engaño.

Esa noche, en una de las habitaciones del interior del castillo descansaba con un año más, una barba de dos días y un pelo largo y ondulado.

La habitación estaba oscura y en ese momento, la grisácea y difusa luz de la luna entraba por la ventana incidiendo en el cuerpo del joven. Unas llamas anaranjadas habían sido encendidas mediante un mando a distancia. Descansaba sobre la mesita de al lado de la cama. Brillaban en una chimenea protegida por un panel de cristal. La base estaba llena de decenas de cantos redondos y limpios. Alan había caído en un sueño profundo desde la comida con sus compañeros en el gran salón.

En dicho sueño, se encontraba en una habitación. No podía dormir, pues había alguien en la parcela de al lado cortando el césped haciendo un ruido horroroso. Después de vestirse, bajó al salón y vio a una chica y a un hombre mayor con barba poblada.

Alan Carter y la destrucción del oráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora