La decisión de Lena

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George no se había percatado de la partida de Alan, Edgar y Luca. En ese momento su mente era un laberinto, acechado por sombras y pesadillas oscuras. El chico se revolvía en la cama de Alan y pronunciaba en voz alta palabras llenas de terror.

Estaba en el interior de una cabina. Un grillete rodeaba su tobillo derecho y la cadena estaba fuertemente anclada a la pared. El chico miró a ambos lados, anhelante por que alguien le sacase de aquella pesadilla. No obstante, sólo pudo comprobar cómo otros presos gritaban de dolor en las cabinas de al lado.

De repente, la puerta principal de la cárcel se abrió, dejando paso a una intensa luz matutina que incidió en los ojos del chico y le cegó por unos instantes. George se puso la mano frente al rostro para evitar la fuerte iluminación. Después se arrastró hacia la pared con un miedo espantoso. Dos hombres caminaron hacia él, con esos trajes que tanto le asustaban. Eran sombras oscuras que acechan a un alma condenada en el infierno. Uno de ellos introdujo una tarjeta en el sistema de apertura y el cristal se levantó.

—¡No, por favor, otra vez no!— dijo cuando el mismo hombre se acercó a él y desatornilló el grillete.

—Vamos a divertirnos un rato muchacho— dijo con maldad. Ambos lo agarraron de los brazos y lo arrastraron fuera de la cárcel.

La oscuridad llegó a su mente. Después sintió cómo sus ojos se abrían despacio y vislumbraban una luz difusa. Miró hacia arriba y se fijó en que unas nubes teñían un cielo de un color oscuro y deprimente. Estaba en un pequeño patio. Los muros se elevaban gigantescos formando un cuadrado. Miró en dirección a una esquina del patio y vio unas cuantas cajas de madera. George pensó que quizá podría huir rápidamente por uno de los muros si las apilaba. Una cuadrilla de hombres rodeaban su cuerpo débil y moribundo. George miraba constantemente a los hombres, se alzaban ante él cómo monstruos gigantescos sedientos de fuerza bruta y crueldad.

—¡Pum!— El chico recibió la patada en el costado. Sintió una intensa punzada de dolor.

Se revolvió e intentó levantarse, pero cuando huía hacia las cajas que deseaba apilar para escapar de ellos, otro hombre le agarró de su camiseta roída y tiró hacia él. La camiseta se rajó por la mitad y dejó su torso al aire libre. Mostraba una red de cicatrices y moretones que contaban la historia de meses de castigo y abuso. La piel, una vez tersa, ahora estaba marcada por marcas de diferentes tonalidades, algunas recientes y enrojecidas, otras más antiguas y descoloridas. En algunas áreas, la piel estaba hinchada y amoratada, indicando golpes recientes, mientras que en otras partes, las cicatrices se habían fusionado formando patrones irregulares.

—¿A dónde te crees que vas?—preguntó el hombre. Se abalanzó hacia el chico y le golpeó la cara un par de veces. Su mandíbula se torció, dejando escapar chorreones de sangre. Su ojo empezó a hincharse. Otro hombre estaba tras él bebiendo alcohol de una petaca. Llenó sus pómulos, pero no tragó. Se puso delante de George y se lo escupió a la cara.

Entonces, las patadas y los puñetazos volaron en dirección al muchacho. —¡Pum!— una en la barriga. Después —¡Pum!— otra en la cabeza. No podía evitar ningún golpe. Caían uno tras otro, como un aguacero implacable. El joven se retorcía en el suelo, incapaz de defenderse o de escapar del castigo que le llovía sin piedad. Cada golpe era una explosión de dolor que le arrancaba gemidos ahogados y lágrimas ardientes. La visión se le nublaba con cada puñetazo, mientras el mundo giraba en una espiral de sufrimiento insoportable. El tormento parecía no tener fin, cada nueva agresión era más brutal que la anterior, como si los atacantes estuvieran poseídos por una furia incontrolable.

De repente, abrió los ojos. —¡NOOOOO!— gritó desde la cama de Alan. Se levantó, asustado y aturdido cómo un animal herido. El sudor se colaba caliente por el interior de la camiseta del pijama. Miró en todas direcciones, esperando no encontrarse con alguno de los atacantes de su sueño. Salió de la cama y cogió un vaso de agua. Lo bebió tan rápidamente que le cayó sobre el pijama que se había puesto. Alzó la voz en el interior de la tienda, intentando encontrar a alguna persona que le protegiera, pero comprobó con pena que no había nadie.

Alan Carter y la destrucción del oráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora