E P Í L O G O

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Dieciocho años después.

No había nada peor que las clases de francés

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No había nada peor que las clases de francés. A Helena no le gustaba el idioma, no lo entendía por más que estudiaba y practicaba. En esos momentos se arrepentía de no haber tomado otro electivo y ya imaginaba a su padre diciéndole te lo dije.

La clase terminó al fin. Helena recogió sus cosas, se despidió de sus amigas y salió del aula colgándose la mochila del hombro. Evadió el tropel de jóvenes que también salía al pasillo como si los hubiesen tenido amarrados y bajó al primer piso, hacia el ala izquierda del colegio, donde estaban las aulas de los cursos más pequeños.

No necesitó llegar a su destino, porque una mata de cabello negro y ojos grises se estrelló contra ella.

—¡Colin!

—¡Adivina! —exclamó su hermano menor siendo nada más que sonrisas.

—Deja de correr tanto o te vas a lastimar.

—¡Adivina, Lena! ¡Adivinaaaa!

Dios, no podía con tanta energía contenida.

—¿Qué...?

—¡Tuve la nota más alta en historia!

Helena sonrió y le sacó la mochila de los hombros para llevarla ella.

—Qué bueno. Vámonos.

Salieron del colegio y lo rodearon. Al llegar al estacionamiento, Helena vio rápidamente a su otro hermano sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con la espalda afirmada en la pared del edificio y la nariz metida en un libro.

—¡Oye, señor pubertad!

Julian giró la cabeza y los miró con el ceño fruncido. Hacía tanto ese gesto, que Helena estaba segura de que envejecería antes de los treinta.

—¿Dónde está el auto de papá? —preguntó cuando llegaron junto a él.

—¿No saludas, maleducado? —regañó Colin.

Julian lo ignoró. A sus catorce años, no le parecía digno entablar una conversación con su hermano de diez.

—Papá está en una junta; me mandó un mensaje diciendo que no podría pasar a recogernos. Dice que podemos volver a casa o ir a buscarlo a la oficina. Lo que sea que elijamos, debemos ir juntos.

—Quiero irme a casa —gruñó Julian.

—¡Yo quiero ir a la oficina! —dijo Colin—. Recuerden que cuando papá se atrasa siempre nos compra pizza.

—No puedo discutir con eso —concedió Helena, y Colin pegó un salto de puro gusto—. Vamos a la oficina entonces.

Julian gruñó, pero guardó su libro, recogió su mochila y los siguió.

Tomaron el autobús que los acercó al centro de la ciudad. Helena no podía esperar a cumplir los diecinueve y tener su propio auto... si es que su padre al fin perdía el miedo y decidía regalarle uno como prometió hacía unos años.

Miradas de acero © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora