Capítulo 20

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Carta CCLXII

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Carta CCLXII

Estas palabras te dejaré bajo la puerta y bajo la luz de la luna. En la luna número 6243, 6255, 6267, 6279, 6291, 6303, 6315, 6327, 6339 y la número 6351 recordarás tu origen. Recordarás a Ophelia. Y hasta la última luna mencionada, no deberás olvidar su historia.

Ophelia había sido alguna vez la mujer más bella que había conocido, la mujer a la que ansiaba parecerme y a la que imitaba constantemente. Su pelo no era del rojo común; era del color de las llamas que calentaban los hogares por la noche y del color de las luciérnagas que salían en mi encuentro las noches de verano. Brillante, voluminoso... Letal. Un cabello que reflejaba un gran poder. No era exageradamente largo, siempre lo llevaba a la mitad de la espalda, y, por eso mismo, impactaba aún más su salud. Cortar el pelo de un Mágico con frecuencia solía quebrarlo y acortar su vida. Pero no en el caso de Ophelia. Curiosamente, cada día que pasaba, su pelo parecía incrementar su salud, y, por tanto, su poder. Aunque esto no duró para siempre.

Ophelia no se había casado y, aunque corrían rumores de un romance con un noble que veraneaba en su aldea —la más pequeña de la isla Egeo, y la más pequeña, seguramente, de todo el Reino Mayor—, no hubo casamiento alguno. Sin embargo, llegado el otoño y la luna número 5995, ocurrió algo que sorprendió a muy pocos de la aldea.

Ophelia había empezado a vestir con prendas mucho más grandes, y, lo que antes podían haber parecido unos simples quilos más, ahora tomaba forma. Su vientre se había hinchado notablemente. Su rostro estaba cansado y su ceño, que siempre había estado fruncido, ahora lo estaba mucho más.

"Una hija fuera del matrimonio."

"Una bastarda."

"La hija ilegítima de un noble, quizás."

Pero Ophelia no agachó la cabeza ni una sola vez cuando murmuraban cosas así a su lado. Al contrario, una vez, en la luna número 5999, cuando paseaba por el mercado de la aldea en busca de la poca comida que podía permitirse, se atrevió a lanzarle una granada a una señora que había dicho —lo suficientemente alto como para que todos los de alrededor la escuchasen—: "La joven se ha condenado a sí misma y a su bebé a una vida miserable. ¿Cómo podrá nacer la criatura sin un padre? Y con esa madre, además."

Esa fue la última vez que volvieron a ver a esa señora con vida. Al día siguiente apareció muerta, así como todos los demás que se burlaron de Ophelia y su bebé. La tierra parecía estar cobrándose con sus vidas el sufrimiento que causaban a las dos inocentes. O quizás fue la propia Ophelia. Fuese quien fuese de las dos, lo hizo por el bebé, que no merecía ese trato cuando ni siquiera había tomado su primera bocanada de aire.

También fue esa la última vez que Ophelia paseó por ese mercado, y por esa aldea. Decidió mudarse a una algo más grande, donde poder pasar desapercibida. No sabía nada de esta, salvo que, para llegar a ella, debía seguir el río. Este la guiaría siempre y cuando no se alejase de él. Así lo hizo. Caminó durante horas, días, junto a la orilla del río. Sus pies descalzos y húmedos acariciando la fría agua, su mano derecha sujetando una cesta de comida robada y su mano izquierda apoyada en su adolorida espalda.

Aquella aldea, que sería su nuevo hogar, no pareció disgustarla. Aunque sus calles estuviesen negras de suciedad y su gente estuviese siempre matándose a trabajar para poder llevar algo de comida a sus casas, nadie se fijaba en ella. Nadie se paraba a juzgarla. Todos parecían estar demasiado inmersos en sus propios problemas como para percatarse de la nueva chica, embarazada, sin dinero y sin un esposo a su lado. Nadie en esa sociedad se habría atrevido a ser amable con ella en su situación, tristemente, pero era mejor ser ignorada a ser un objeto de burlas e insultos constantes.

Jezebel nació entre los escombros de una casa abandonada, y cogió su primera bocanada de aire en las manos del médico de la aldea, cuya formación se basaba en haber leído "el manual del médico" y algún que otro sobre hierbas medicinales. La bebé era un saco de huesos extremadamente pequeño, y no solo eso: no tenía pelo. Había nacido calva. Y todos los Mágicos nacían ya con unos cuantos mechones de diferente color según su Reino Menor. Solo los Cristales nacían calvos.

"El médico te devolvió a mis brazos, caminó veloz hacia la puerta de la casa y, antes de poner un pie fuera, habló: La niña no vivirá. Está demasiado delgada. Demasiado pequeña."

No dijo un "lo siento", pero Ophelia no le dio el gusto de decir la última palabra.

"La niña no. Jezebel."

"Jezebel Korina de Arcadia."

Solo la realeza podía tener un prenombre. Solo los Reyes Menores tenían un nombre compuesto. Y ellos encarcelaban a todo aquel que se atreviese a profanar ese derecho que solo ellos mismo poseían.

"Tálespel dejará que viva. Y usted la verá crecer, la educará y le dará trabajo en su enfermería."

El médico se quedó quieto como una estatua. ¿Cómo osaba la joven profanar un derecho divino de los reyes? ¿Por qué se negaba a creer que su hija moriría cuando era evidente que ocurriría? ¿Por qué Ophelia estaba siendo tan irracional? Si su hija sobrevivía, alguien se acabaría enterando de que tenía un nombre compuesto y la encerrarían. ¿Acaso era eso lo que Ophelia quería? ¿Y realmente la tierra Tálespel le concedería a Korina un prenombre?

El médico, convencido de que no era posible, dijo: "Si la niña vive, así será, Ophelia."

Y esa noche, como hacían todas las madres, Ophelia llevó a su recién nacida al bosque. Hacía frío, pero, si Tálespel lo deseaba, ellas no enfermarían. Ophelia dejó a Jezebel sobre la tierra y ella permaneció siempre a su lado. Le susurró al viento el nombre de su pequeña tantas veces como sus fuerzas le permitieron.

Ophelia, agotada, se tumbó junto a su bebé y ambas se quedaron durmieron con sus latidos yendo al compás del movimiento de las ramas. Cuando se despertaron estaban cubiertas por una montaña de hojas verdes, rojas y grandes que las habían mantenido calientes en el frío de la noche.

Ophelia comprobó si su bebé se encontraba bien. Jezebel respiraba con normalidad y parecía mucho más fuerte que unas horas atrás. Incluso agarraba con fuerza el dedo de su madre entre sus pequeñas manos. Ophelia la cogió en brazos y la dio la vuelta para mirar su espalda.

La tierra la había marcado. La había escrito su nombre. Eso significaba que viviría. Y no solo eso, Tálespel la había acogido con su nombre compuesto.

Jezebel Korina de Arcadia.

El nombre de una reina.

Ophelia llevó su dedo a la boquita de la bebé y le susurró: "Este será nuestro secreto, ¿de acuerdo? No podrás contárselo a nadie."

Jezebel creció sana, pero creció rubia y rodeada de odio y discriminación. Ella y Ophelia vivían en una minúscula casa, la del alquiler más barato, y, solo en ella, Ophelia se atrevía a llamarla por su prenombre. Para el resto del mundo ella era Korina. Al menos, hasta que tuvo una hermana; entonces su madre también dejó de llamarla por su prenombre. "Pero solo hasta cierto momento", le repetía a la pequeña. Porque Ophelia le escondía un secreto. El mayor de los secretos. Y es que su concepción no había sido nada corriente ni cercano a lo habitual. Solo Ophelia y Tálespel, que todo lo sabía, conocían el secreto. Pero Ophelia había muerto antes de poder sincerarse.

Y me había condenado a vivir sin conocer quién había sido mi padre. Aunque, al haber sido un secreto que Ophelia nunca confesó, ¿realmente valdría la pena conocerlo? Tal vez. O tal vez no. Supongo que nunca lo sabré.

Esto es todo lo que Ophelia me contó de su pasado, que es apenas nada. Y eso será todo lo que pueda llegar a saber de ella.

El peón del rey (Coronas de Papel I) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora