Capítulo 32

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Estaba decidida a ignorarlo todo. Todo aquello que Estigia y Rommel me habían dicho la mañana anterior, después del "incidente" con Davien.

"Tu corazón puede absorber los poderes de los Reyes Menores", había dicho Rommel.

"Y, como Rommel y Psychikos te atacaron, lanzando su poder contra ti, ahora mismo una parte del poder de ambos corre por tus venas", le secuenció Estigia.

No les habría creído de no ser porque yo misma había sido capaz de ver un recuerdo espantoso de Davien; y, ni yo era capaz de inventarme algo así, ni Davien parecía dispuesto a enseñarme tal recuerdo de él. Además, aseguraban que el poder de leer mentes y ver recuerdos era un don exclusivo de Psychikos y su pueblo.

"Antes era una teoría, pero ahora es más que un hecho confirmado: los Cristales sí tenéis poderes. Absorbéis los dones de las fuentes más puras de poder: los reyes. Y, como nunca antes un rey se había tomado la molestia de atacar a un Cristal con sus propias manos, sino que se lo ha mandado a otros, esto nunca había pasado."

Quizás eso tenía sentido, pero sus propias palabras me habían llevado a la misma pregunta de siempre: ¿por qué era yo la primera Cristal a la que los reyes prestaban atención? Y, lo que era más preocupante: ¿quería yo descubrir la respuesta a esa pregunta?

Solté un suspiro, y traté de espantar, por enésima vez, aquellas furtivas dudas que azotaban cada rincón de mi mente.

Céntrate, Korina, en lo que realmente importa.

—¡Perséfone! —la llamé. —Ven aquí, para que pueda peinarte.

Mi hermana se acercó a mí sin rechistar y, para mi sorpresa, en absoluto silencio.

Tensé la mandíbula, mientras hacía la silla hacia atrás para que se sentase.

No sabía si debía preguntarle por su silencio. Quizás no tuviese nada que decir. Quizás ya no fuese esa niña hiperactiva, incapaz de dejar de hablar e incapaz de morderse la lengua.

Comencé a deshacer los nudos en su melena con mis dedos, desde las puntas hacia la raíz, como antes acostumbraba a hacer.

Cuando iba a mitad de la tarea, Perséfone abrió la boca, y entonó los primeros versos de la canción que siempre le cantaba por las noches. Sus ojos se reflejaban en el espejo del tocador —no había querido preguntarle a Estigia por qué tenía uno en su casa, simplemente, porque no quería hablar—, vacíos, mientras susurraba: ­—Árboles ese día bailando, ramas aletean murmurando cosas que nadie recordará. Una canción que alguien cantó, al reflejo ya se arrojó, una vez por fin estuvo cuerda.

Inmersa en mis pensamientos, perdida entre las palabras de la canción, no me había percatado del brillo anaranjado en los ojos de Perséfone. No hasta que se hizo lo suficientemente intenso como para cegarme, al estar reflejado en el espejo. Entonces, le di un tirón en el pelo sin querer.

El peón del rey (Coronas de Papel I) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora