CAPÍTULO 6

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CAPÍTULO 6

ALEXANDER





El viernes por fin se cernía sobre nosotros y lo agradecía, porque no creía poder soportar más tiempo entre esas paredes que cada vez parecían más asfixiantes ante la dictadura impuesta por esa mujer de ojos grises y cabello rubio. Sus órdenes e insistencias se volvían cada vez más duras, sin mencionar que había hecho que toda la plantilla se quedase para adelantar todo lo que no había sido entregado ya. Según ella necesitábamos la perfección y los retrasos eran equivalentes a lo contrario. Así que, ese día, final de semana laboral, ya estábamos todos exhaustos y sin ganas de seguir trabajando para la nueva jefa.

Llegué a mi despacho, después de pararme a hablar con varios de los trabajadores con los que me topaba en el camino. Todos lucían cansados, con medias lunas oscuras bajo sus ojos, cafés para llevar en sus manos, todo lo que hiciera falta para mantenerse despiertos y aguantar un día más bajo el mandato de la dictadora.

Dejé mi maletín sobre la mesa, pensativo. Había llegado diez minutos antes y no porque me apeteciese estar aquí, sino porque quería ver a Victoria retorcerse en rabia al ver que no había conseguido llegar antes que yo. Era una especie de juego que habíamos comenzado a hacer desde su llegada y ahora me parecía divertido verla apretar los puños, enardecida por haber perdido, como siempre hacía.

No me caía bien, seguía pensando que era una arpía estirada que se creía mejor que todo el mundo, incluso que todo el universo. Sin embargo, por extraño que pareciese, sabía hacer su trabajo. Sabía qué decisiones tomar que fueran adecuadas para la empresa. Y también era consciente de que yo podría haber ocupado su lugar y haber actuado de la misma manera.

No defendía sus acciones, porque había hecho que todos los trabajadores se quedaran una noche entera trabajando, a base de cafés y otras sustancias que me gustaría no mencionar, con el fin de seguir activos, de seguir trabajando hasta la saciedad. Hasta que ella se sintiera satisfecha con nuestro rendimiento.

Cuando nos dejó ir, después de la larga mañana en la que seguimos trabajando, aún se veía en sus ojos el reflejo de la desaprobación. No aceptaba el esfuerzo que habíamos hecho, no le gustaba la plantilla con la que trabajaba. Y eso sólo hacía falta verlo con un poco de observación. Miraba a todos como si fueran prescindibles, como personas inservibles que no merecían el puesto que tenían. Los miraba por encima del hombro, creyéndose superior al resto.

Y luego estaban sus ojos. Fríos como el hielo. Que, cuando se posaban en mi persona, lejos de mostrar la superioridad, se profesaba el asco. El odio profundo, el saber que todos me preferían a mí al mando y que eso no lo iba a poder cambiar. Por eso esto se había convertido en lo que era.

Ella ordenaba y los demás acatábamos.

Había comenzado a participar algo más en las reuniones que teníamos con mi equipo de trabajo, aunque sólo era para ordenar y no para colaborar con las ideas del resto. Actitud que había cambiado desde la última vez, mientras que yo seguía intentando entender el por qué de este cambio. Obviamente iba a peor, trataba peor que al principio a todos, pero algún motivo debía tener.

Empecé a sacar el listado de los proyectos que se nos venían encima, temiendo que ella lo viese y volviera a dejarnos sin dormir una noche más. Íbamos muy atrasados y eso en parte se veía reflejado en la falta de mano dura del señor Anderson. Era un gran hombre, pero también demasiado permisivo, tal vez hasta con su hija y por eso era lo que era.

Fue entonces cuando escuché el resonar de sus tacones y conseguí visualizarla segundos más tarde, en los que sus gélidos iris chocaron con los míos, con rabia. La observé apretar sus puños, como siempre hacía cuando me veía ya colocado en mi puesto, quizás porque necesitase reafirmar el puesto que sostenía sobre sus hombros.

T A G A L O GDonde viven las historias. Descúbrelo ahora