Cenicero de Sueños

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Esta mañana desperté con la voz hecha trizas, una maldita jaqueca y un aliento de ceniza. Seguí mi rutina de siempre: un sorbo de whisky y un pan duro que encontré tirado en la mesa. Me embutí en una camisa de leñador roja, botas negras de cuero y pantalones negros apretados con un cinturón militar.

Cada mañana me aproximaba a la esquina de mi casa, donde trabajaba un lustrabotas curtido por la vida, un huérfano que se alimentaba de las migajas que le daba la chola del frente. Lo asaltaban con frecuencia los cleferos de la zona, gentuza miserable a la que no le importa un carajo si eres pobre o rico; solo ven el billete que llevas. Podría decirse que tu vida vale menos que una puta moneda para esos desgraciados.

Le pedí que me sacara brillo como siempre mientras me contaba cómo le había ido en la escuela. Admirable que a su corta edad tuviera la cabeza más clara que la mía. Sabía que el estudio lo sacaría de la pobreza, y al mismo tiempo, sabía que el trabajo le daría carácter. Ningún vecino lo quiso adoptar, y yo me incluyo. ¿Qué clase de vida le podría dar siendo un fracasado ebrio que se pasa las noches pagando a prostitutas? Sí, soy un cabrón, una jodida porquería de persona, pero es lo que soy por circunstancias que a nadie le importan. Tengo un título de ingeniero colgado en la sala, sé desempeñar mi trabajo pero no quiero hacerlo, no quiero pertenecer al maldito sistema y trabajar como una rata hasta que llegue mi última hora. Te podrá parecer un pensamiento muy mediocre, pero así es como soy feliz.

Quizás podría haber sido diferente, u otra historia, tal vez sería un hombre exitoso. Pero de esa forma no conocería la realidad de las calles. Cada quien tiene una percepción distinta de la vida: puedes verla hermosa o una autentica mierda, dependiendo de tu clase social, tu estatus o simplemente la maldita raza a la que pertenezcas. Porque seamos sinceros, gran parte de la gente son un montón de hipócritas que quieren ganarse la aprobación social, alabando la lucha de clases, las campañas antirracismo, pero siguen con el alma podrida, hablando pestes de la misma gente a la que creen ayudar, acaudalados con empleados de clases sociales menores. No está mal, de hecho, darles trabajo y una oportunidad. Lo que está mal es fingir que no te sientes superior, que no te sientes a gusto porque alguien a quien consideras inferior lo tienes dependiendo de ti.

Charles es como se llamaba aquel niño. Terminando su trabajo, le dejaba caer unas cuantas monedas y a veces le invitaba a desayunar. La chola que le daba comida era una mujer gorda de mala traza; el agua no le había tocado la piel en siglos y las verrugas de su cuello daban una sensación de asco siempre que la veías. Me advirtió unos días atrás que a Charles lo amenazaban, que le cobraban por trabajar allí. Malditos cleferos, necesitaban su dosis y se volvían cada vez más molestos para el barrio.

Me comentó que había ido a la comisaria más cercana, pero ¿Qué va a saber esa gente de mierda de compasión o de proteger al prójimo? Lo único que protegen es a los políticos corruptos o al mejor postor. Menuda gentuza que le dio la espalda sabiendo que corría peligro.

Esa noche regresaba ebrio a casa apenas me sostenía en pie. La lluvia nos castigaba y las calles se habían convertido en un puto rio. Encontré a Charles sentado en la esquina, parecía un perro abandonado y enfermo de la vejiga, torcido y abrazándose a sí mismo para tener algo de calor. Le invité a pasar a mi casa y que pudiera al menos resguardarse de la lluvia. Charles me dijo que ya se iría, que estaba acostumbrado al frío de la lluvia y a las tormentas de ese tipo.

— Al menos con la lluvia sé que estoy vivo, que aún puedo sentir — me dijo temblando.

Me di la vuelta para seguir mi camino. Le dije que dejaría la puerta abierta, pero no le importó un carajo. Esa noche tenía algo raro, los ojos negros y sin brillo.

— La lluvia es para los ricos, ¿verdad? — me gritó cuando me encontraba ya a unos metros.

— Parece ser que sí, muchacho — le respondí mientras me sujetaba de la pared tratando de aguantar el equilibrio.

En casa ya me quedé dormido e inconsciente gracias a la borrachera. A la mañana siguiente,  desperté y seguí la rutina de siempre. Tomé un sorbo de whisky, me puse las botas y la camisa a cuadros. Estaba listo para lustrar mis botas.

Cuando salí, vi a la chola de la esquina gritar y a un montón de vecinos hijos de puta rodeando la esquina. Charles estaba muerto, apuñalado y sin zapatos. Los cleferos de mierda lo habían asaltado anoche. La policía se encontraba en el lugar recogiendo el cadáver.

— ¿Ahora sí les importa? ¡Hijos de puta! — les grité con rabia — ¡ninguno de ustedes le dio importancia cuando él pedía ayuda!

Se acercaron y me detuvieron como sospechoso. La chola me había visto hablar con él en la noche; no podría matarlo. No tengo las agallas suficientes para hacerlo, aunque admito que ahora es mejor así. Charles dejó de vivir una vida de mierda. Un pobre solamente tiene dos opciones: adaptarse y sobrevivir o mandar todo al carajo.

La gente puede verte pedir ayuda, morir de hambre o incluso agonizar en medio del vecindario, y aun así no harán un carajo. Si su ayuda no les garantiza un premio moral de la sociedad, no les importas. Si no eres nadie, si no eres importante, te van a pisotear hasta exprimir el último aliento que tengas.

Charles, en tu honor y antes de que me lleven a la celda de interrogatorio, hago un brindis por tu memoria con el último trago de whisky que me queda, y las botas sin lustrar. Brindo por ti, jodido Charles.

Pensamientos, recuerdos y otras mierdasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora