💋CAPÍTULO 3 - DAMA DE HONOR EN LENCERÍA💋

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Tenía la suerte de que no era la dama de honor de la boda, o habría sido un esperpento verme aparecer con los cabellos revueltos y en lencería por el pasillo central del salón de actos

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Tenía la suerte de que no era la dama de honor de la boda, o habría sido un esperpento verme aparecer con los cabellos revueltos y en lencería por el pasillo central del salón de actos. Me terminé de arreglar el vestido de camino al lugar del evento y ya oía las últimas palabras del Ángel de la Muerte mientras enlazaba en matrimonio a los tortolitos. Llegué disimulada por detrás, deslizándome como una sombra entre los invitados que estaban de pie. Buscaba a mi hermano con la mirada.

El asesino podría estar dejando su aliento en mi nuca en estos momentos y yo sin darme cuenta. Me apresuré, jadeando por el esfuerzo. Debía estar sudando, qué sabía yo. Puede que hubiesen puesto la calefacción. Bela y Hugo estaban dormidos en habitaciones distintas de la mansión y Pol y Emilia no dejaban de morrearse en primera fila como si odiasen no ser el centro de atención. Entre unos y otros, no dejábamos buena impresión de los Pecados Capitales.

—Por el poder que se me concede, yo os declaro marido y mujer —anunció el Ángel de la Muerte mientras me abría paso con los brazos a través de la multitud expectante. Al alcanzar el brazo de mi mellizo, le sonreí—. Puedes besar a la novia.

Alcé la vista y comprobé que Johanna estaba espectacular. Su vestido blanco brillaba con destellos por las joyas que le compró Lucifer. Ambos se fundieron en un beso apasionado. Sonaron violines, los aplausos me ensordecieron y nos fijamos en los palcos. No había actividad sospechosa ni los guardias parecían estar viendo nada peligroso.

Lamentaba su ausencia, así que me limité a hacer lo que mejor se me daba:

—¡Hazle un francés al marido! —Mi voz se oyó más allá de los aplausos como si fuese una invitada más del público. Lucifer frunció el ceño mientras desfilaba agarrado del brazo de su esposa, que ignoró el comentario—. Me descojono.

Mi mellizo me habría dado un codazo en otro contexto, pero en ese instante ni se inmutó. Tenía el traje ensangrentado y en su rostro notaba la rabia hacia su jefe. La ocultaba como podía, pero ni el brillo de ira en su mirada escarlata ni sus puños apretados le permitían esconder lo que era más que evidente.

—¿Estás bien? —Me preocupé. Él asintió, volviendo en sí.

—Es lo mismo de siempre. En cada evento me toca sacar la basura y ensuciarme las manos. Eso es todo.

La ópera de la soberbia [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora