🔪​CAPÍTULO 8 - LA DANZA DE HIERRO🔪​

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La limusina aparcó a las puertas del teatro principal de la ciudad

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La limusina aparcó a las puertas del teatro principal de la ciudad. Al salir del coche, me recoloqué la boina que usaba para ocultar la identidad y anduve hasta atravesar las puertas. Recorrí un largo pasillo en el que había portadas de funciones venideras colgadas de carteleras. Un socio del lugar, vestido con esmoquin y gafas de sol, me guio hasta una de las entradas que llevaban al salón de actos.

Escuchaba la madera resonar con cada movimiento de danza artística del equipo de bailarinas que entrenaba Amanda Morn. Ella daba instrucciones, paseándose entre ellas por el escenario. Las luces pasaban de tonos azulados a rojizos. Se fusionaban en un entorno morado que resaltaba los uniformes de las chicas. Ninguna de ellas perdía la compostura. Eran perfectas y sus gestos y poses parecían representar el perfeccionismo.

Bajé por una alfombra, acariciando los sillones vacíos. No había nadie más que las bailarinas y el técnico de iluminación. El tamaño de aquella sala triplicaba el que Lucifer tenía en su mansión. Quitaba el aliento por su magnificencia.

Me senté en uno de los asientos alejados. No quería molestarlas. Alterar la concentración de las bailarinas en pleno entrenamiento podría ser cruel. Amanda tenía fama de castigar los errores con la violencia. Puede que no fuera física, pero sí emocional. No apoyaba sus métodos, pero podía verse a simple vista que eran efectivos.

La reencarnación de la ira me reconoció entre las sombras. Me saludó con un gesto rápido de cabeza. Estaba tan metida en el ensayo que distraerse un segundo causaría problemas. Se me hacía nocivo verla tan implicada, tan extrema, tan voraz, que temía por la salud de sus compañeras. Ansiaba hacerse con el preciado oro que no logró capturar en las anteriores Iralimpiadas. El equipo ruso se lo arrebató con la última danza, el canto del cisne de las interpretaciones artísticas.

Me deshice de la boina, dejándola en el hueco a mi lado y sacando el móvil del bolsillo. Mi hermana me acababa de decir que iba a reunirse con Hugo en el metro, ya que Lucifer estaba yendo al parque de las luciérnagas.

Sonreí. En cierto modo me alegraba, pero había algo en las palabras de Cass que me preocupaba. Cuando teníamos veinte años, ella despreciaba a mi jefe, sí, pero también estaba obsesionada. Puede que no lo recordara, años más tarde, pero no paraba de expresar su descontento hacia él, hacia sus caricias inoportunas, hacia sus peticiones caprichosas, hacia sus pensamientos tan distantes.

La ópera de la soberbia [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora