Mis chicas entrenaban ocho horas al día con la intención de prepararse para las Iralimpiadas. Descansaban los domingos y porque solíamos reunirnos para discutir sobre qué danza practicaríamos durante el festival. Las danzarinas de hierro tenían preferencia por la violencia elegante, así que optamos por cuchillas y arcos. Tenía el presentimiento de que sería el espectáculo más brutal de su historia, y eso que en Roma solían regar campos de tierra con la sangre de los gladiadores.
Verlas practicar en el escenario me generaba recuerdos hermosos de mis años de guerrera. Me crié con el maestro del fuego, un monje mudo que me enseñó lo que sabía sobre la vida. Él me salvó de la masacre cuando era una niña y le debía mi alma. Su sabiduría llenaba el teatro de un aura mística que añoraba. Deseaba invitarlo a la ciudad del pecado para que presenciara la clase de monstruo en la que se había convertido su aprendiz. Estaría orgulloso de mí durante las Iralimpiadas.
Una de las bailarinas trastabilló. Mantuvo el equilibrio con agilidad, se recompuso y recuperó el ritmo. Las demás la ignoraron, continuando su sincronizado baile. Aquello no me gustó. No podían permitirse deslices.
—Más concentración, Samanta —exclamé con voz de sargento. Ella no reaccionó. Se limitó a seguir con una precisión milimétrica de sus movimientos—. Así, muy bien.
Si quería ser una reina digna de su trono, debía actuar con decisión. Mis órdenes tenían que ser respetadas y cumplirse. Era mi objetivo. El monje del fuego, aunque amable, tenía una disciplina que admiraba. Todavía lo recordaba meditando, haciendo el pino sobre un dedo. Su larga barba blanca colgaba de una boca con un bigote a lo Dalí. Era calvo, de ojos rasgados, y tan delgado que su indumentaria le estaba holgada incluso cuando no lo pretendía.
Las bailarinas se subían unas sobre otras, saltando y dando giros precisos. Cuando tuvieran que poner en práctica sus enseñanzas, serían imbatibles. Las veía capaces de ganar. Este año no me quedaba duda. Samanta, Paola, Irene, Lidia, las trillizas Evergarden y Julia eran las humanas más próximas a la perfección que conocía. Al menos hasta donde podían mostrarme. Sentía orgullo por ellas, por la pasión que le ponían.
Al terminar, se colocaron en una fila y me hicieron una reverencia. Aplaudí con un gesto de aprobación antes de enviarlas de vuelta a los vestuarios para asearse. Ya habían tenido suficiente. Les pedí que se divirtieran, que descansaran y se relajaran. Tampoco podría estar pendiente de ellas en lo que quedaba de día, así que no me tendrían molestando más.
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La ópera de la soberbia [#1]
ParanormalLos mellizos de la lujuria, Cass y Thiago, asisten a la boda del rey de los pecados, Lucifer, con la intención de destronarlo. Cada una de las demás reencarnaciones, con sus virtudes y defectos, deberá elegir un bando y posicionarse en una guerra co...