Siete letras.

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Los gruñidos de Alastor se dejaban escuchar por toda la estancia, había pasado horas en ese cuarto, tanto que el olor putrefacto que impregnaba  las astas  que se encontraban encima de ellos lo estaba mareando, y creía que era el olor de la sangre de Abigor.

A.   La primera letra ya estaba terminada.

Furioso era una descripción insignificante a lo que el sentía. Aunque debía admitir que en sus momentos, tenía una gran imaginación. Regalo de su padre, el don de la imaginación. Era por ello que era temido en sus momentos de locura. Y tanto que lo disfrutaba.

B.   Solo faltaban cinco más.

La carne quemada de Abigor comenzaba a invadir la pequeña habitación, había tomado el fuego del Infierno, como un pequeño préstamo y no le importaba el precio que debía pagar por haber tomado una pequeña pizca. Sin duda alguna la estaba aprovechando.

I.            Tenía una buena caligrafía.

Siete. Era la cantidad de letras que estarían grabadas a  fuego en el pecho de Abigor.

G.

La venda verde que cubría sus ojos estaba empapada de sus lágrimas sangrientas, se había contenido todas esas horas, no iba a rogar, no iba a dejar que Alastor lo humillara más,  si algo había aprendido en toda su existencia es a jamás pedir clemencia y era lo que haría.

A.

Ya odiaba esas letras.

I.             

–Será una lección que nunca olvidarás, Abigor. Velo de ese modo, en tu puta existencia se te volverá a ocurrir faltarle el respeto a mi hija. –

Todo esto era por ella, por Abigail. Llegó a pensar que Alastor aún tenía cierto afecto hacia Kay, pero eso era lo de menos, nada tenía que ver con Kay. Era por esa niña que ya odiaba.

–No sé de qué me estás hablando– Replicó Abigor.

–Claro que lo sabes pequeña sabandija asquerosa. – La placa metálica que sostenía en su mano ahora estaba más hundida en la carne de Abigor. El grito que salió de la boca de él, le dio una gran satisfacción a Alastor.

–Le faltaste el respeto a mi hija, y eso es algo que no tolero–

Ya sabía de qué estaba hablando. Mocosa, malcriada, escuincla. Esas palabras insignificantes fueron las que desataron el Apocalipsis para Abigor, la pequeña escuincla había dicho la verdad. Iba a hacer que su padre lo hiciera sufrir. Bien, pues no iba a dar más gritos.

–Ya lo estás recordando, ¿no es así? – Una sola gota de sudor resbalo por la frente de Alastor, gota que cayó en la última letra recién trazada en el pecho de Abigor.

L.  Estaba terminado.

No tenía poderes, le habían sido drenados por el propio Alastor, carajo, se había metido en un puto lío del que sabía, que no había escapatoria, prefería que Alastor lo matara de una buena vez, antes de pararse al espejo y ver el nombre en su cuerpo. En su carne.

Las garras de Alastor se clavaron en su brazo, nuevamente el dolor apareció. Odiaba sentirse tan vulnerable.

–A donde carajo me llevas, Alastor- Preguntó en un hilo de voz. Estaba a punto de perder el conocimiento.

–Irás a pedirle  disculpas a mi hija, y más te vale que lo hagas bien. –

Abigail se encontraba en el sofá, sus piernas descansaban en el regazo de su madre, amaba estar de ese modo con ella, porque ambas sabían, que aunque fueran madre e hija, parecieran hermanas, eran amigas. No había nada que Abigail no le contara.

Que nadie lo sepa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora