ℂ𝕒𝕡í𝕥𝕦𝕝𝕠 𝟠

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El tono era íntimo y la sugerencia no le pasó inadvertida a Finn. Su jefa no pareció darse por aludida, se levantó y se desperezó. Se había quitado la chaqueta y las tiras de la pistolera le ceñían la camisa sobre el busto. Finn se fijó en la forma en que los ojos de Bonnibel recorrían el cuerpo de Marceline. «Dios. Me sorprende que la comandante no arda en llamas.»

Tal vez Marceline había oído la observación de Bonnibel o había sentido su mirada sugerente, pero no lo manifestó. En lugar de contestar, se volvió hacia sus agentes.

—¿Por qué no se toman unas horas de descanso? Que venga alguien del turno de noche en torno a la medianoche.
Estaré aquí hasta entonces.

Después de que los hombres se fueran, Marceline se sentó en una silla de la sala de estar con los informes del día. Bonnibel se sentó frente a ella en un sillón, con un bloc de dibujo.

Las luces de la habitación iluminaban tenuemente y las sombras ocultaban en parte el rostro de Marceline.

—¿Le importa? —le preguntó Bonnibel cuando empezó a dibujar.

Marceline miró por encima, sonrió ligeramente y volvió a sus lecturas.

—No.

—A la mayoría de la gente sí le importa
—comentó Bonnibel sin alzar la vista.
Estaba dibujando la nariz tina y recta, los profundos ojos claros, los pómulos cincelados y la mandíbula de memoria.
Era un rostro que le había llamado la atención desde el primer momento y no cesaba de atraerla: un rostro para dibujar. Por desgracia, cuanto más la veía, más excitante la encontraba. Marceline reunía todo lo que a Bonnibel le parecía atractivo en una mujer y aquello le producía un efecto inquietante. La estrecha proximidad en la que habían vivido los últimos días no facilitaba las cosas.

Bonnibel esperaba oír la voz de Marceline cuando despertaba por la mañana y la buscaba cuando la veía entrar en la habitación. La presencia de Marceline le resultaba inquietante y, a la vez, curiosamente tranquilizadora. Bonnibel intentó aplacar sus sentimientos recordándose a sí misma que resultaba de lo más natural que encontrase deseable a una mujer atractiva, así que optó por no prestar atención a la aceleración del pulso y a la inequívoca excitación que la invadía cuando Marceline estaba cerca de ella.

—Estoy acostumbrada —comentó
Marceline con aire ausente.

—¿En serio? —Bonnibel levantó entonces la vista.

—Mi madre es artista.

Bonnibel la contempló con gesto serio.

—¿La conozco?

—Tal vez —respondió Marceline, dejando a un lado los papeles—. Se llama Elise Abadeer.

—No me está tomando el pelo, ¿verdad?

Marceline negó con la cabeza.

—Vaya. —Bonnibel se quedó sin palabras—. Supongo que debería avergonzarme por haberle enseñado mi trabajo. Ella es... maravillosa.

—Sí, lo es. —Marceline pensó en los lienzos del loft de Bonnibel—. Por lo poco que he visto de su trabajo, usted también lo es. Naturalmente, no soy crítica. Sólo conozco lo que he contemplado de la obra de mi madre y de las de sus amigos.

—Entonces se ha rodeado con los mejores —comentó Bonnibel alegremente—. ¿Vivió en Italia?

—Sí, hasta los doce años. —Por el rostro de Marceline cruzó una sombra, que se desvaneció enseguida—. Después estudié en Estados Unidos.

Bonnibel comentó en voz alta, sin pensar:
—Recuerdo haber oído hablar de su marido Hudson Abadeer...

—Mi padre era el embajador americano en Italia —explicó Marceline sin alterarse
—. Murió en un atentado terrorista con un coche bomba cuando yo tenía once años.

ℍ𝕠𝕟𝕠𝕣 「𝔸𝕕𝕒𝕡𝕥𝕒𝕔𝕚𝕠𝕟 𝔹𝕦𝕓𝕓𝕝𝕚𝕟𝕖♡」Donde viven las historias. Descúbrelo ahora