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Finn se sorprendió al ver entrar a la comandante a las siete de la mañana del domingo. Según el informe de la vigilancia de noche, había sido ella la que había seguido el rastro de Egret hasta altas horas de la madrugada.
Curiosamente, no había informe de la vigilancia dentro del bar. Tendría que haberlo hecho Abadder y, de momento, no lo había realizado. La saludó con la cabeza mientras ella se servía café antes de reunirse con él en la gran terminal central de trabajo.

—¿Cuánto tiempo lleva en este grupo, Finn? —le preguntó, tratando de entablar conversación. Había dormido tres horas y, después de levantarse, había hecho ejercicio durante una hora en el gimnasio del centro de mando. Tras ducharse en el vestuario de los agentes, se había puesto los vaqueros y el polo que llevaba en la bolsa de deporte.

—Desde el nombramiento del Presidente—contestó.

—¿Y sucede lo mismo con el resto del equipo?

—Si, señora.

—¿Y todo el tiempo se les han ido las cosas de las manos de esta forma?

Finn contuvo el aliento un segundo para pensar a quién podía ofender que importase. No se le ocurrió nadie y lanzó un resoplido casi de agradecimiento.

—Peor. Por lo menos anoche la encontramos. Hubo media docena de noches y un fin de semana entero que no supimos dónde estaba.

—Dios —murmuró Marceline—. ¿Cómo diablos lo han mantenido en silencio?

—Egret no es estúpida. —Finn hizo una mueca ante el eufemismo—. Sabía que tendríamos que apretar el botón del pánico si estaba totalmente fuera de control, así que llamaba a las pocas horas, de vez en cuando, desde teléfonos públicos o desde su móvil, para que comprobásemos que se encontraba bien.
No podíamos rastrear las llamadas, así que lo único que nos quedaba era correr por ahí como imbéciles, tratando de encontrarla.

—¿Ninguna repercusión?

—Egret ejerce mucha influencia sobre su viejo. Si alguien se queja de ella y él se entera, mejor que sea por algo grave y, si no, que se ponga a buscar otro trabajo. Y, por lo visto, un poco de diversión no le parece demasiado grave.

—A mí sí —dijo Marceline sin rodeos—. Y como no vamos a contar con ayuda desde arriba, tendremos que pegarnos a ella, pero sin entrometernos en su camino. Hay más probabilidades de que escape si la atosigamos.

—Creo que todo el mundo entiende el plan.

—Ya veremos. —Su tono de voz era gélida.

—Sí, señora.

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A las tres de la tarde Bonnibel salió del edificio en el que vivía con el abrigo en el brazo, saludó con la cabeza al agente que le abrió la puerta para que saliese y entró en la parte de atrás del Suburban negro que esperaba junto al bordillo. Marceline Mitchell Abadder ya se encontraba dentro. Era un acto al que se había dado publicidad y, por tanto, se contaba con la presencia del Servicio Secreto. El interior del espacioso vehículo resultaba cálido;
la mampara de cristal que separaba la parte de los pasajeros del asiento delantero donde se encontraban otros dos agentes permanecía cerrada.

—Buenas tardes, señorita Bubblegum — dijo Marceline cuando el vehículo se mezcló con el tráfico. Para la inauguración de la galería, la primera hija se había puesto un sencillo vestido negro y un collar de perlas de una vuelta. Las finas tiras del vestido acentuaban los ejercitados músculos de los hombros y los brazos, y el escote redondo dejaba al descubierto tan sólo un asomo del pecho. El conjunto manifestaba buen gusto y sobria elegancia. A Marceline se le hacía difícil creer que aquella impecable mujer que se hallaba sentada frente a ella fuese la misma que había practicado sexo anónimo unas horas antes. Pero los personajes públicos solían ser una mera fachada. Lo sabía por experiencia.

ℍ𝕠𝕟𝕠𝕣 「𝔸𝕕𝕒𝕡𝕥𝕒𝕔𝕚𝕠𝕟 𝔹𝕦𝕓𝕓𝕝𝕚𝕟𝕖♡」Donde viven las historias. Descúbrelo ahora