VII

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Durante toda su vida, invariablemente tuvo que pelear,
no conocía otro camino, como
una animal de pelea adiestrada
para atacar a quien se le pusiera
por delante, sin reglas, sin
reconcomios ni espacio para
las emociones. Su vida era una
pelea y ella era una peleadora,
los golpes recibidos solamente
la hicieron más resistente,
las murallas que le impedian
avanzar, se convirtieron en
sacos de boxeo que golpeó hasta
destruirlos, fortaleciendo sus
puños e impetu. Las personas a
su alrededor solo servían como
meras entretenciones pasajeras
y Camp Alderson solamente fué
la consumación de los sucesos
de su vida, el lugar donde pudo
soltar a la bestia interna que
reprimió durante años en la
Milicia. Poco importó que fuese
injusta su condena, que tuviese
que cargar con la responsabilidad de los altos mandos cuando
la misión en Colombia falló y
fuera enviada a la prisión de
las miserables, de las bastardas
sin gloria; la habían desterrado
al único lugar donde podrían
retenerla y darle un propósito.
Así cuando desfiló por la
pasarela, obteniendo burlas de
las reas locas y promesas de una
muerte segura; Seulgi supo que
ese lugar se convertiría en su
reino. Fué Nick, un mafioso
amante de las peleas, quien
la descubrió, tras su primera
pelea en el Underground, se
ofreció para ser su mecenas
y ella, saboreando la calidez
de la sangre a jena recorrer
su cuerpo, aceptó. Kang Seulgi
era la Emperadora de aquel
reino caído, del lugar donde los
demonios no se atrevían a entrar
por miedo a ser devorados,
donde una mujer podría dar
un ojo por obtener una pieza de pan. Las fuertes no abusaban de las débiles, las esclavizaban; las menesterosas no sufrian necesidades, se ahogaban en ellas hasta que morían congeladas en sus camas. Cosas tan simples como una barra de chocolate podía ser el trofeo de una pelea a muerte entre z mujeres. Ese lugar no era un reformatorio, era al Hades de la desesperación, de los lamentos y desgracias, volvía loca a la más cuerda y acababa con los sueños de la más creyente. Seulgi podía ver como el espíritu de las convictas caía a pedazos con cada día; olvidándose de su condición humana. Las veía luchar en un intento por salvar sus vidas, pelear contra sus demonios internos, pelear contra otras convictas, contra las guardias, contra la prisión y en algún punto, todas peleaban. Todas eran sus semejantes, sus desamparadas súbditas: todas menos la corderita que le fué designada. La mujer castaña y de voz aguda, con mejillas filosas y pequeño cuerpo tibio que olía a sol y miel, la cordera mansa de mirada melancólica e inocente.

Irene Bae, la pediatra de
sonrisas coquetas y frondosas
pestañas que no peleaba,
sin importar cuanto Seulgi lo
intentara, cuanto la orillara
para hacerla batallar, Irene
no luchaba, se dejaba golpear,
humillar y mancillar, pidiendo
con un llanto lastimero y
desgarrador, con ojos clamorosos
a Seulgi, que se detuviera. Eso
la abrumaba, la descolocaba
en tantas formas que no podía
siquiera racionalizarlas. Irene la
desafiaba con palabras y luego
cedía, la alejaba y luego buscaba
acercarse, se exponía a Seulgi con
el pecho abierto, con el corazón
en mano y sin esperar nada a cambio, bordeaba la estupidez
con su idea de ayudar a las demás, sin comprender que en Camp Alderson tu mejor amiga podría matarte por una cajetilla de cigarros y eso la enfurecia. La Emperadora se veía arrastrada por las acciones de su mascota, ofuscada por sus movimientos, por el sacudir de sus pestañas y por la preocupación en sus palabras; como si estuviera con Seulgi por voluntad propia, como si no hubiera una cadena alrededor de sus pies, atándola a la coreana. Irene se aferraba a Seulgi como ninguna otra lo había hecho antes, con manos suaves y caricias cuidadosas, buscando no lastimar a su dueña, estaba llevando a Seulgi por senderos desconocidos, imponiendo sus sentimientos a la mujer de sangre metálica, demostrando que no le importaba morir; no iba a pelear contra Seulgi y por el contrario, iba a reclamarla hasta el final como la vertiente de sus emociones infantiles. Seulgi se mofó de ella, en un intento desesperado por no caer en aquel hechizo que prometía la más dulce miel y la desazón de un final fatídico del cual jamás podría recuperarse pues Irene se ofrecía a sí misma, mejor dicho, como un cordero en sacrificio y Seulgi sostenía la daga, con su mano apretada al puñal; consciente de que no podría clavarla.

𝑷𝒓𝒊𝒔𝒊𝒐𝒏𝒆𝒓𝒂 | 𝑆𝑒𝑢𝑙𝑟𝑒𝑛𝑒 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora