XIV

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Cuando Seulgi veía la muerte posarse sobre los humanos, cuando los veía perder el brillo en sus ojos y respirar por vez última, se preguntaba qué sería de sus almas, un Dios inexistente no podía hacer mucho por ellas ¿cierto? Algunas veces pensaba en morir solamente para saciar su curiosidad, no resultaría difícil, era cosa de darse a sí misma una puñalada certera sobre un órgano vital y podría finalmente abandonar aquel mundo que tan miserable le parecía, respondiendo aquella pregunta que tuvo desde el momento en que vio a su madre morir ante sus ojos. ¿Por qué no lo había hecho? no lo comprendía realmente, había hecho bailar el cuchillo incontables veces entre sus dedos, deleitándose al pensar que sería ella misma quién decidiría su muerte y no cualquier otra persona, pero nunca enterraba el cuchillo, siempre había algo que recordaba no haber hecho y se detenía, pues morir con arrepentimientos no era una opción. La última vez que tuvo el cuchillo, pensó que sería la definitiva e incluso la punta de la navaja ya apuntaba sobre su pecho, dispuesta a hundirse en su carne y perforar aquella zona pulmonar; no había nada que quisiera realmente como para perpetuar su estadía en el mundo, no sentía dolor, ni frío, ni hambre; su corazón no era más que un órgano podrido, sepultado bajo tierra maldita y lleno de gusano. Ya lo tenía todo, era una asesina de reyes y una conquistadora de bestias, una Emperadora simplemente aburrida, y esa noche había sido la indicada para abrirse paso a lo desconocido, para aventurarse en el camino que la Parca le mostraba seductoramente en sueños, pero luego escuchó una respiración suave y vio unos ojos cafés.

Recordaba haber pedido una nueva distracción para sus aburridas noches donde ya ningún cuerpo la satisfacía, pero jamás pidió que le dieran un motivo para no enterrarse el cuchillo, sin embargo, ahí estaba, frente a ella y Seulgi se preguntó si habría algo además de la muerte que no conocía. Nunca fue una justiciera o una redentora de pecados, todas cargaban su propia cruz y para Seulgi, Jennie no era diferente, una mujer corrompida más, una de las tantas que vagaban por el mundo destruyendo todo a su paso y que había terminado en Camp Alderson. Y así hubiese permanecido de no ser porque los ojos de Seulgi, al asecho de cualquiera que intentara acercarse a su cordera, vieron como Kim, lentamente volvía a Irene el único objeto de su atención. Simples miradas de soslayo por parte de la oriental se convertían día a día en una hambruna calcinante hacia Irene, la pequeña bribona que caminaba pomposa y sonreía demasiado, con una inocencia que volvía loca a Seulgi que despertaba los demonios internos en las reclusas en Camp Alderson; la jodīda cordera no tenía idea de lo que significaba su presencia en ese lugar y mucho menos veía las sombras que esperaban devorar no solamente su cuerpo, sino su humanidad. Seulgi lo sabía porque era la Emperadora de aquellas sombras, y fue cuando Irene volvió a ella, cuando la arrancó de los brazos de la oriental, que decidió conocer más de su enemiga declarada; Kim Jennie, la única mujer que no podía matar, por órdenes de Nick. No le fue difícil averiguar sobre Kim, Nick como mal bebedor que era, una noche en el Under y bajo los efectos del alcohol, le había contado como fue que la salvó de la pena de muerte a cambio de que fuera su peleadora, le contó a Seulgi lo despiadada que podía resultar Jennie bajo ese disfraz calmado y cómo debía conseguirle un tipo especial de diversión para mantenerla controlada. E Irene era tan dócil, suave a la vista, parecía volarse con el viento y sus cabellos siempre iban rebeldes, sin importar cuanto intentara acomodarlos, igual que una niña pequeña, la manera en que sus mejillas se pintaban de bermellón cuando se avergonzaba, como sus ojos cafés transmitían todo sin necesidad de palabras y el color de sus labios cuando los mordisqueaba nerviosa. ¿Cómo estaría la llorona de su corderita? Seulgi atrapó su labio inferior, mordisqueando una esquina de este para evitar sonreír; es que ya la veía y todo, seguramente acurrucada en su cama y culpándose de lo sucedido. Dios, como la ponía de caliente cuando Irene lloraba en la cama, siempre pidiendo por más, aun cuando su cuerpo parecía agotado; 6 meses ya con su corderita y sentía que le harían falta unas cuantas vidas más para poder conocer todo ese cuerpo pequeño y tibio.

𝑷𝒓𝒊𝒔𝒊𝒐𝒏𝒆𝒓𝒂 | 𝑆𝑒𝑢𝑙𝑟𝑒𝑛𝑒 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora