XIII. Lara

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Lara no tenía ni idea de por qué estaba en aquel lugar y entonces, mientras preparaba el desayuno de Alice Collingwood, las respuestas no parecían estar a la vuelta de la esquina

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Lara no tenía ni idea de por qué estaba en aquel lugar y entonces, mientras preparaba el desayuno de Alice Collingwood, las respuestas no parecían estar a la vuelta de la esquina.

—Seguro que lo ha hecho con buena intención —le había asegurado Luca—. Parece desagradable a primera vista, pero ese tipo de gente suele esconder el mejor corazón.

Se preguntó hasta qué punto era eso lo que había pensado de ella al comienzo de su relación. A veces, a Lara le gustaría poder ver en los demás lo mismo que veía su amigo. Todo sería mucho más fácil si tuviera ese optimismo que permitía a Luca seguir adelante sin importar cómo.

Tenía que admitir que la propuesta de Alice le había resultado de gran ayuda, aunque eso no impedía que la confusión estuviera haciendo mella en sus pensamientos. En total, habían sido cuatro semanas de dudas: dos tratando de evitar a Delilah, por orden de Alice, y otras dos de vacaciones navideñas que había invertido en encerrarse en su habitación mientras fingía que había regresado a España. Por suerte, el hecho de que Luca hubiera acudido a Italia a ver a su familia facilitaba mucho su tarea.

Lara colocó la bandeja del desayuno frente al asiento vacío de Alice, que aún dormía, al contrario que el resto de los Collingwood. Lara apenas había coincidido con ellos un par de ocasiones, pero había sido suficiente para darse cuenta de que algo no iba bien dentro de aquella familia. En aquel momento, el señor Collingwood leía el periódico mientras su mujer sorbía su té con delicadeza. Ninguno de ellos le había dirigido una sola palabra desde que trabajaba allí. Parecían... tensos, como si todo estuviera a punto de saltar por los aires. Tal vez esa situación tuviera algo que ver con la oferta de Alice.

De todas formas, en la mansión de los Collingwood se respiraba una tranquilidad con la que Lara jamás habría osado soñar. Sabía que le iba a tomar más de un par de semanas acostumbrarse a la sensación, sobre todo cuando el fantasma de Diego parecía habitar cada rincón de su vida.

Diego. Por primera vez en mucho tiempo, quiso saber dónde estaría, si seguiría allí donde le había dejado, si habría sido capaz de olvidarse de ella, si la habría perdonado. De alguna forma, la opción de ser inocente a ojos de su víctima no resultaba un alivio, sino una condena en la que ella se veía obligada a odiarse por los dos.

No, nunca sería capaz de dejar el pasado atrás.

Necesitó un solo fruncimiento de labios por parte de la señora Collingwood, un gesto al que se había acostumbrado, para saber que su presencia allí no era ya más que una molestia. Se retiró de su puesto con una inclinación de cabeza. Caminó por los pasillos de la mansión Collingwood, situada en una de las zonas más adineradas de Londres. Cabizbaja como iba, no pudo evitar chocar de bruces contra alguien al girar una esquina. Un alguien que fijó en ella unos ojos azules parecidos a los de su Diego que le provocaron un escalofrío.

Delilah Collingwood inclinó la cabeza a un lado y la analizó de arriba abajo con genuina curiosidad. Más allá de eso, su rostro se mantuvo impertérrito y Lara tuvo que llevarse una mano a la nuca para limpiar una gota de sudor que comenzaba a resbalarse. Alice iba a asesinarla y se lo tendría bien merecido. Le había dicho que ni se le ocurriera acercarse a su hermana por lo menos diez veces desde que la había contratado. Iba a cortarla en pedacitos y después iba a dar su carne a las ratas que alguna vez había visto por la escuela. Al fin, Delilah comenzó a esbozar una sonrisa con una lentitud calculadora. ¿Qué estaba pensando?

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