Un simple y común jarrón de fina porcelana blanca con delicados y finos detalles en metal precioso podía abastecer a una familia por días, incluso más; lo mismo valía un simple candelabro del salón de baile. Eso era el colmo, al igual que una enorme pintura de cualquier individuo, que más allá del precio monetario, también fue la satisfacción del ego de esos individuos que ya no merodeaban en ese mundo; aunque los conservarían para definir y comparar con el nuevo reino que surgiría de entre las cenizas que provocaron los mismos rebeldes.
La revisión del castillo había durado una semana completa, ya que cada habitación era un misterio, incluidas también las oficinas del rey, la reina madre, la princesa consorte y el consejero. Era una actividad que se realizaba a la sombra de todos los ojos que habían dentro del reino.
En la oficina del monarca encontraron papeleo insignificante, una fina botella de whisky con un par de vasos oculta en uno de los cajones, cerca de la lámpara estaba una fotografía enmarcada de James junto a Wanda en el mar, una marco más pequeño de la princesa consorte, también recibos y facturas de piezas de costosa joyería a petición del rey. Nada que se esperaría importante al igual que en las oficinas de la reina y la princesa.
Para todo el reino, el consejero era un enigma al ser la conciencia que siempre acompañaba a los monarcas desde que el rey Ikaris aceptó el compromiso de su hija hasta la huida del rey James. Era una figura intimidante por el semblante serio en su rostro, así que su oficina podía albergar muchos secretos que estaban dispuestos a descubrir de aquel hombre del que no se sabía más que su nombre y el parentesco con los miembros de la familia.
Esas cuatro paredes adornadas en un papel tapiz amarillo claro hacia parecer que el lugar estaba hecho de oro, gracias a la perfecta y acertada iluminación del lugar. Todo estaba en orden, era una lástima que tendrían que arruinarlo, pero no tendrían compasión de ello.
Primero revisaron unos archiveros y eran documentos personales de cada uno de los Barnes, desde el rey Ikaris hasta los Maximoff. Los expedientes iban de certificados de nacimiento, contratos de matrimonio y certificados de defunción de los antiguos reyes. No era nada que el reino conociera, a excepción de los archivos del consejero.
Al pequeño grupo de rebeldes les sorprendió que Zemo no fuera rumano de nacimiento, sino que su origen era incluso fuera del reino proveniente al rey George. Era huérfano desde una edad muy corta. Parte de eso, era de conocimiento público, pero lo más sorprendente era un contrato de matrimonio con una chica de nombre Dolly Collins.
Collins era el apellido de una familia que vivía a las afueras de Bucarest y que se hizo conocida por los extensos cultivos de viñedos y los veloces caballos de carreras que se exponían en el hipódromo. Ellos también eran familia del consejero y eran una luz naranja, casi roja, en la desaparición de los Barnes.
Indagando más allá, había un título de propiedad que estaba dentro de la capital. No era como el que encontraron en el expediente de Bucky Barnes, a quien le pertenecía el castillo costero en el distrito de Constanța y que no llegó a ocupar por la prematura muerte de su padre y ascenso al trono; este era común como el que tendría cualquier otro habitante en el reino.
—¿Es importante?— preguntó un rebelde a su compañero, en referencia al contrato de matrimonio de Helmut.
—Claro que lo es. Están dentro de la capital y puede ser el lugar donde se están escondiendo.
—El rey Gabriel lo debe de saber.
—Al igual que esto— mencionó otro al sostener una densa carpeta con la palabra confidencial y la frase "Plan: Princesa del Pueblo".
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La mancha en el piso aún resaltaba, donde también quedó un ligero aroma a quemado. Aún recordaba las constantes preguntas de su madre y Rebecca en cuanto escucharon el gran estruendo, y se duplicaron al ver el lugar donde se impactó el televisor. Helmut no dijo ni una sola palabra, aunque se había acostumbrado a verlo y escucharlo deambular por la casa como alma en pena. En una ocasión, lo vio en plena noche dentro del huerto sin vida o, a veces, sentado en la vieja y deteriorada fuente de piedra con plantas marchitas a su alrededor. Ya no era la persona que alguna vez conoció y, por alguna extraña razón, se mantenía distante.