Un horizonte de montañas neblinosas, tupidas de un verde profundo, recibió al par de viajeros. En los alrededores, las montañas creaban una suerte de oscuridad geográfica. Mezclándose con árboles de troncos de hasta ocho brazas de grosor, los hogares achira, de forma redonda, también de madera, muchas de ellas incluso construidas sobre el tronco de algún árbol o una serie de ellos. Algunos se hallaban en lo alto, otros a la altura del suelo, todos parecían como un elemento más de la naturaleza. Al fondo el más grande de ellos, casi como alejado, pero resguardado por el propio terreno, el salón común, donde se reunía el Consejo de ancianos, quiénes lideraban la comunidad. No se podía ver a nadie a simple vista, pero no estaban ante una desafortunada aldea de granjeros, sino a un pueblo cuya organización había resistido los siglos, el embate del imperio, su caída, y la constante y absoluta degradación del mundo.
Los muchos méritos de los achira debían ser de admirarse por cualquiera que los conociera; Ayé mantenía sus reservas. Quizá era por su infancia solitaria. No obstante, la cautela no restaría su cortesía. El sin rostro era incapaz de hablar, pero conocía las señas y expresiones necesarias.
Uno de los vigías surgió de entre los árboles para recibir al par. Valek relinchó. El sujeto habló en la lengua común.
—Hermoso caballo. No vemos muchos por aquí. No siempre les son amables estos bosques. ¿Qué hacen por aquí?
Ayé señaló su boca, e indicó silencio, para aclarar que no podía hablar. Luego indicó la dirección de la que venía, para, por último, hacer la seña de los ancestros para expresar que deseaba hablar con el consejo de ancianos: la mano izquierda en alto, pulgar, índice y medio levantados, éstos últimos pegados, mientras los dos restantes quedaban abajo, un poco apretados para expresar el corazón que se resguarda.
—Veo que usted es mudo. Tengo que comunicarle al jefe de vigías que desea hablar con el consejo. ¿De qué trata el mensaje que trae?
Ayé levantó el puño derecho, y lo lanzó hacia abajo: alerta.
—Entiendo. Acompáñeme. Sean bienvenidos. Puede bajar del caballo y continuar a pie, si así lo desea. Igual deberá dejarlo al exterior de la Gran Casa.
Ayé bajó y ajustó la montura. Acarició el hocico de su compañero. Siguió cada indicación que le dio su anfitrión. Sabía que cualquier paso en falso le colocaría una flecha en el cuello sin la menor dilación. No se veían, eran uno con el bosque, pero estaban ahí, Ayé podía percibirlos.
—Antes teníamos más animales, hasta que todo se complicó. Hemos vivido en cierta paz, aunque los días malos ya tienen mucho tiempo, y me temo que vengan peores. — El vigía parecía apesadumbrado— Hay malos signos en la tierra y en los árboles. Las estrellas son anormales.
Ayé agitó los dedos de ambas manos, la señal de una enfermedad. Luego los cruzó: plaga.
—Así es. ¿De eso nos viene a advertir? ¿De la plaga?
Ayé asintió. Después indicó que la plaga venía en camino.
El vigío maldijo en su lengua.
—Debí saberlo. Las bestias de la plaga se han multiplicado día con día.
Ayé reaccionó extrañado. Preguntó que si sabían de ella.
—Tiene ya más de una década que resurgieron. Unos piensan que fue hace quince, otros doce, o incluso más. No lo tenemos claro. Nuestras historias antiguas hablaban de ella. Las historias que sólo se cuentan entre los nuestros, las más importantes, advertían de su retorno. Son los gusanos que pululaban el cadáver del dios muerto. Cuando el Dios original se dio muerte a sí mismo y nació el cosmos, los cadáveres de sus hijos sin nacer cayeron por todo el firmamento, distribuidos entre las estrellas. Uno de ellos cayó en Grava y nació el Gran Gusano, seguido por sus crías. Es un recuerdo antiguo, de un pasado casi olvidado por completo. No puedo contarte el resto de la historia, pero, si tus intenciones son buenas y viniste para advertirnos de la llegada de los gusanos, tal vez los Ancianos te permitan conocerla.
Ayé hizo la reverencia de los achira, la que indicaba humildad y honor de recibir, si así lo deseaban quiénes daban. Era un gesto muy particular, casi desconocido por quiénes no eran achira. Fuera de los propios achiras, sólo alguien como Kaya, la bruja del bosque, podía enseñar algo así. El vigía entendió lo que significaba la llegada del sin rostro.
—En las inmediaciones, sólo se me ocurre una persona que te pudo enseñar nuestras costumbres. ¿Vienes de su parte?
Ayé asintió.
—Eso explica todo. Kaya enseñó bien a su hijo. Si no fueras él no vendrías por aquí así. En estos días casi nadie sobrevive a un enfrentamiento con las bestias de la plaga; si se da el milagro, no se tomarían el tiempo de advertirnos de la catástrofe. Huirían de inmediato.
Ayé se preguntó cómo es que esperaban su llegada. Antes de que pudiera preguntar, el vigía siguió hablando.
—Llegas en el momento justo. Ahora que el dragón que los repelía ha huido herido a las montañas, no hay una fuerza que controle las fronteras con el pueblo.
El sin rostro se detuvo. Un escalofrío recorrió su espalda. Necesitó de un momento para procesar las palabras del hombre, así como la culpa.
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Ayé y el dragón
FantastikAyé, un guerrero sin rostro, se lanza en una travesía para recuperar su identidad