Capítulo 2. El carromato

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A la primera hora de la mañana, Ayé salió en busca de su enemigo. Los rumores acerca del pueblo hecho ceniza le indicaban que debía ir al este, en la tierra fuera de los bosques. Su madre le advirtió que se cuídese, no tan sólo por el peligro inherente de perseguir a un dragón, sino de algo que se entretejía, una conspiración oculta, o quizá algo más oscuro. Los cambios que ocurrían se encadenaban uno a otro, y cada uno era la causa del otro, si se analizaba, pero ninguno era la causa raíz. También lo tranquilizó en su partida, pues ella era una bruja con suficiente poder para repeler a las criaturas que atacasen su hogar. Sin embargo, eso no eliminaba los riesgos, y era Ayé quién se enfrentaba a un mayor peligro. Antes de partir, la bruja del bosque ofrecería a su hijo una antigua espada que ella misma habría hechizado para controlar su poderoso sortilegio; su metal era extraño, cambiante, pudiente lucir negro, blanco, dorado o plateado, según el momento del día o el peligro que se aproximara. Sumado a lo anterior, como parte de su formación, su madre le enseñó una serie de hechizos. Si bien los dragones eran resistentes a la magia, ésta podría brindar otros beneficios, y hasta convertirse en una herramienta eficaz contra los propios dragones, si se usaba con sabiduría, no como un arma directa, sino una fuerza sutil.

Desde niño, Ayé llevó una máscara negra, decorada con unos pequeños cuernos, que pareció crecer con él, para ocultar su ausente faz. En esta ocasión, para evitar riesgos y sospechas, cargó con una suerte de turbante, que cubría la propia máscara de los curiosos.
La mañana estaba despejada, fresca, como la brisa del mar. Enfatizaba aún más el humo a la distancia, tan espeso como la ceniza de la que surgió, negro como la desesperación, como el vacío. La espesura del bosque, para tantos atemorizante, pesadillezca, era un manto cálido, una barrera frente a la ruina. A lomos se su corcel, Ayé salía de su hogar, para exponerse a la inmensidad, al espacio abierto que lo vulneraba. Notó que los árboles eran cada vez más escasos, inclusive en las áreas antes tupidas. Esas viejas rocas y troncos no eran las mismas. La diferencia no se podía dejar de lado. Aún no llegaba al borde, cuando notó un carromato abandonado a lo lejos. No había rastro del animal que pudiese haber tirado de él. Las ruedas se habían quebrado, había sangre en los alrededores, más no se veía ningún cadáver. Ayé bajó del caballo y desenvainó su espada, la cual se había pintado de un tono rojizo de un lado, del otro negro. Mientras se aproximaba, vio unos juguetes en el piso, como si hubieran sido arrojados, al igual un par de copas de vino. Tras un vistazo más cercano, notó las ropas tiradas y rasgadas de lo que parecían ser músicos o actores de teatro: máscaras y atuendos festivos, instrumentos musicales, materiales para artesanía. Todo estaba desperdigado. Se escuchó algo al interior del carro. Al tiempo que Ayé se aproximaba, pudo notar un grupo de gusanos pululando sobre la sangre. "¿Serían sanguijuelas?", se preguntó Ayé. Avanzó con sigilo, cuando vio al asesino de los artistas, tambaleándose, en busca de presas. Su cuerpo era una serie de nudos retorciéndose entre sí, en perpetuo movimiento, animadas por una fuerza contradictoria, pues cada una de sus partes se movía por su sitio, en conflicto con las demás, tratando a cada momento de formar dientes o garras con su extraña constitución. Apretaba algo hasta aplastarlo, no como un método de asfixia o asesinato, sino para deglutir con todo su cuerpo. Entre las marañas, manchada todavía por una sangre que iba siendo absorbida, había una pequeña mano. Ayé supo lo que era, entonces se enfureció, arrojando su espada contra la bestia, quién lanzó un rugido, como si hubiera tenido una boca.

Ayé y el dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora