Las criaturas buscaban a su enemigo, como olfateándolo. Debieron reconocer en el sin rostro un aroma desconocido. Quizá a través de los sonidos. Una de ellas parecía mostrar un par de ojos de aspecto humano. Estaba claro que no le pertenecían. Aún así, era capaz de usarlos para guiarse. Esta tomó la delantera. Dicha criatura, con una figura similar a un topo, más grande que un hombre adulto, arrojó su brazo hacia Ayé, estirándolo sin aparentar límite o dificultad. El sin rostro cortó la extremidad en un instante. Algo chilló entre el negro tejido y el acero. El caballo, asustado, relinchó y alzó sus patas delanteras. Con el cantar, la espada fue envuelta en llamas. La criatura trataba de recomponer su cuerpo, cuando otra más, con forma de serpiente, se arrojó al corcel. Ayé entonó una nota grave mientras cortaba la cabeza de la segunda criatura. Los restos se retorcían entre las llamas, gritando. Otra criatura, con una figura entre la del gato y el perro, trataba de contarles las salida. Ayé concluyó su canto, el brillo de la espada se intensificó, al igual que las llamas. La tercera criatura recibió el ataque de lleno, quedando carbonizada. La cosa con forma de topo preparaba otro golpe, cuando Ayé fue hacia ella para asestarle una estocada. El fuego se extendió con rapidez. Sin embargo, otro docena de criaturas iban saliendo de los diferentes rincones. Ayé extrajo la espada y pateó a su caballo para emprender la huida. Al tiempo en que lo hacía, entonó un gran hechizo de fuego. El acero, como la boca de un dragón, escupió una descomunal llamarada. El caballo corría a toda prisa, las llamas se extendían de casa en casa. Si bien, que el incendio pudiese llegar al bosque era un riesgo, lo era más la infección. Con suerte acabaría con el poblado, así como con la mayoría de las criaturas. Esa era la esperanza de Ayé. No obstante, no tenía certeza de nada. Las criaturas podían huir para esconderse en otro sitio. Ayé no podía arriesgarse, debía alertar a la gente, a la que pudiese encontrar. Tan sólo esperaba que la plaga no fuese peor de lo que pensaba. Inclusive temió por la región del bosque dónde se hallaba su madre. Pero si alguien podía sortear la amenaza, era la gran bruja del bosque. Seguro ella sabía algo respecto a la nueva amenaza.
Mientras más lo pensaba, más caía en la cuenta de que el bosque completo podía ser un peligro, o convertirse en uno. Jinete y caballo pudieron apreciar los gusanos desprendiéndose de los cuerpos serpentinos, buscando salvarse de ser quemados. Algunos de ellos lograron meterse bajo la tierra. Otro grupo de monstruos, en medio de las llamas, intentaba dar caza al artífice de su sufrimiento. Ayé no sabía que otras, en su extraño conocimiento, escaparían de la destrucción. Tampoco sabía que otras más ya se habían extendido por doquier. Todas ellas aullaban.El trote era lo único que se escuchaba en el paraje desolado. Tal ausencia de vida era una terrible señal. No había tiempo que perder para alertar a los achira, antes de que la catástrofe escalara. Mientras Ayé pensaba en todo ello, y en cómo podría explicar lo sucedido, unas pisadas se oyeron a lo lejos. Eran pasos muy pesados, de un animal muy grande. Al oírlos, Ayé hizo que su caballo aminorase la marcha. Seguro debía tratarse de un mamut. Por los pasos lentos, debía ser nada más uno. ¿Porqué un mamut estaría lejos de su manada?, se preguntó Ayé, al tiempo en que pensaba en una posible respuesta. Vio entonces, entre los árboles, a la criatura en cuestión. Su grueso pelaje, maltratado, hirsuto, cubierto de sangre, sus heridas, el aspecto famélico, la figura apesumbrada, triste, no le quitaba majestuosidad. Era uno enorme, medía casi diez varas de alto. Su soledad, los agujeros atravesando su carne, eran signo de una pelea terrible. ¿Habría sido la plaga, o el ataque de un dragón? Ayé le miraba, entristecido, curioso, a la vez que maravillado. Se acercó. El animal, en lugar de intentar defenderse, de luchar, o reaccionar con cualquier tipo de agresividad, permitió al sin rostro acercarse. Mirando con cuidado las heridas, Ayé tuvo que asumir lo peor: entre la sangre pululaban esos gusanos, tan parecidos a serpientes, alimentándose de la sangre del mamut. Por piedad, Ayé supo lo que debía hacer. Entonó un canto agudo, su sable se alimentó del relámpago. Se preparó pata dar el golpe preciso en la sien del animal, el cual inclinó su cabeza, como sabiendo lo que sucedería, aceptando ese final.
Sin embargo, antes de que Ayé pudiese asestar el golpe, una sombra atravesó el cielo, acompañada de un aleteo. El caballo lanzó un sonoro relincho, corrió a refugiarse. Unas garras cayeron desde los cielos para llevarse al mamut, que no opuso resistencia, ni podía hacerlo. Las mandíbulas acabarían pronto con su vida, dándole la misericordia que Ayé le planeaba dar. Éste último no perdió un instante para entonar sus hechizos. Después de tantos años, la oportunidad se le presentará. Tras más de una década, en la que tantos osaron pensar en su desaparición, los dragones estaban de vuelta, y ahí estaba uno de ellos.
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Ayé y el dragón
FantasíaAyé, un guerrero sin rostro, se lanza en una travesía para recuperar su identidad