Ayé fue conducido por el vigía a lo profundo del pueblo. Supo entonces que su anfitrión se llamaba Itzurem. Lo llevó a comer junto al resto. Todos eran parte de la comunidad, desde el pequeño hasta el grande, mujer u hombre. La comida se compartía de manera equitativa, cada joven ejercía las diferentes labores para mantener a la comunidad, desde el cuidado hasta la recolección y cacería. Al llegar a una edad considerada adulta, los sujetos se especializaban para cumplir con una labor específica, sin que tuvieran problemas para desempeñar otras en caso de necesidad. Los achiras eran silenciosos, casi por naturaleza, pero de vez en cuando compartían algún comentario en su lengua, y reían. Sólo los adultos dominaban la lengua común, los pequeños manejaban algunas palabras o frases, no mucho más. O eso es lo que aparentaban frente al sin rostro. Había una especie de alegría, de pacífica felicidad. Quizá era tan sólo la calma del bosque, de ese llamado equilibrio.
Ayé trabajó como parte de la comunidad, recolectaron alimento, prepararon de comer, la distribuyeron, incluso jugó con los niños. Valek paseaba entre los enormes árboles, como si descubriera un mundo nuevo. Ese día no era de caza, por lo que el grupo de cacería se fue a entrenar técnicas de combate.
Al terminar de comer, alguien contaba una historia, el resto escuchaba con atención. Y así cada uno relataba algo. Llegó la noche. Se convocó a cada uno de los achiras para narrar la Gran Historia.
Construyeron una gran fogata, de unos seis remos de diámetro, ya encendida alcanzaba más de tres de alto. Se congregó a todos, exceptuando a quiénes ya habían escuchado, que fueron asignados como vigías de frontera. El Consejo se reunió para oficiar la ceremonia. Llevaban máscaras con una apertura en la boca, el resto madera plana. En esta ocasión hablaron a la vez un hombre y una mujer, como si fueran uno. Por estar ahí Ayé, uno de los ancianos traducía las voces de sus compañeros en la lengua común:
—Bendita la noche y el fuego. Grande la tierra y el cielo, el mar y el bosque y todo lo que nos acoge. Agradecemos la sangre de los primeros dioses, gracias a la cual estamos aquí. Henos aquí para recordar el principio. Antes del tiempo, antes del mundo, existió el ser original, la deidad por encima de todas las deidades, o el principio que antecede a todas. ¡Escuchen bien, que todas las voces callan con prontitud! Así fue cuando las cosas aun no eran, que el ser original supo de sí, y nacieron la angustia y el llanto. Y entonces se dio muerte, para dar lugar a todas las cosas. El primer suicidio fue también el primer deicidio, de ellos una parte del antiguo ser pasó a la nada, pero otra más se resistió a desaparecer para dar forma al mundo. En ese caos de mundos, de todos los mundos posibles e imposibles, la no existencia y la existencia intercambiaron lugares en el sueño. Nacerían la melancolía y el desgarro, que traería ruina a todas las cosas desde el momento de su concepción. Del Gran Desorden nacerían las primeras deidades, las deidades aullantes, proclamando la muerte del ser original y el inicio de todos los tiempos. Fue entonces que se dividió el ruido del silencio, luego nacieron sus respectivas deidades. Mientras se extendía el lamento, surgían las deidades del lamento y las flagelantes, de ellos, sólo el gran cadáver del primer ser daba lugar a las deidades primordiales, las más poderosas: los durmientes, la deidad del sueño, la diosa de las diferencias, el dios de la muerte, la deidad del vacío. Todas ellas dormían y duermen, hasta el final de todo, cuando despierten y el anhelo del ser original resurja. Su descendencia, los seres sin forma que se retuercen en infinito, dieron lugar a mundos más allá de su control, en los que domina la locura. Su influencia llega hasta nuestro mundo, así como a todos los mundos posibles e imposibles. Luego nacieron las deidades consientes, que heredaron los sentimientos del primer ser, sus grandes deseos contradictorios: muerte, nada, vida, persistencia. Algunos de ellos trataron de perpetuar la existencia, mientras que otros intentaron destruirla, unos se suicidaron, otros se reprodujeron, unos más asesinaron a otros, y dieron comienzo a la primera lucha. Quienes participaron y quienes se abstuvieron dieron forma a todos los mundos que serían y dejarían de ser. De ella, dioses que fueron, dioses que era, y dioses que serían, se convirtieron en las deidades que aún recordamos, pero pocas veces osamos nombrar: el dios sin rostro, la diosa ahorcada, la diosa enferma, el dios de los moribundos, la diosa del veneno, la deidad de los enfermos, de los desaparecidos, la del frenesí, la del cráneo roto, la despellejada, la deidad sin nombre, la del miedo, la de la magia y la del último suspiro. Fueron el caos y la deformación. Un conflicto entre las voluntades del primer ser, que pasarían a habitar todo lo que alguna vez sería. Así, entre el ser y la nada sólo era posible el no ser.
"De la quebrada cabeza el océano primario se derramaba, de su cuello corrió la sangre y el cerebro, dando lugar al pensamiento, al igual que a la pasión. A su vez, el grito sin terminar liberaría el aliento, todos los vientos soplarían. Y la estructura rota arrojaría huesos por doquier. Del rompimiento surgiría el rayo. Se dice que su voz nunca deja de oírse en verdad.
"Luego nació la deidad que se había estado gestando en el vientre o en el estómago del cadáver del ser original: la deidad de la locura. Su despertar provocó la primera guerra, así como el primer desenfreno de violencia absoluta a lo largo del cosmos. Se dice que ningún sitio estuvo a salvo, sólo quiénes pudieron ocultarse en los momentos sin lugares, o en los sitios sin instantes, pudieron evitarlo. Entre ellas, estuvo las deidades de la soledad, el vacío y el olvido, apartadas en algún rincón desconocido del primer cadáver. Se juntaron para calmar la locura, y volver todas las cosas a un sitio estable, o a la nada, en los casos necesarios.
"Se realizó un acuerdo, y todos los seres dejaron de luchar. Establecieron un orden en el mundo, para que no se repitiera la catástrofe. Se dio forma a la realidad. Sin embargo, la materia e inmateria, las ideas y emociones, seguían llevando en su esencia la voluntad fundamental del ser original. Se crearon los mundos del orden, que nunca estuvieron exentas de una tendencia natural al desorden, jamás se libraron del caos impertérrito. Se dice que en ese momento, el cuerpo originario se fue descomponiendo por el deseo originario de muerte, lo que daría lugar a la podredumbre, y a su dios, que nadie debe nombrar. Aparecieron los grandes dioses gusano, devoradores de estrellas y firmamentos enteros. De ahí provienen los Gusanos de la Tierra, la llamada plaga que asola el mundo, pobres despojos de sus antepasados, en busca de consumir la vida. Lo vivo fue declarado su enemigo, desde las criaturas hasta los árboles, desde las rocas y el agua, hasta el mundo que habitamos. Se cree que entonces nació el dios de la llama, por procreación o formación de la mano de las deidades del orden. El fuego, cuya naturaleza también era el consumo, mantenía el movimiento del cosmos, la renovación tras la destrucción, y daba muerte a los gusanos. El cuerpo original nunca ardía, sólo se liberaba de los seres que lo infestaban. Inició la cruzada para borrar a las criaturas del desgarro: a monstruos, demonios, dioses, deformaciones y rezagos. Se creó a los dragones para emprender la lucha, así como a los demás seres de la llama. Para ese momento, los seres del agua, del aire, de la tierra, del rayo y del vacío, llevaban tiempo gestándose y extendiéndose.
"Se inició la gran purga. Hubo quiénes se opusieron a ella, de ahí la llamada Guerra de los Cielos. Dioses iban, dioses venían, y habrá dioses por venir. Pero esa es otra historia. Una de las innumerables que algún día se han de contar, si es que no se las lleva el silencio.
"Los achira hemos recibido estas historias de las deidades del murmullo, del bosque y de las hojas que se agitan. Nuestra relación con ella, así como la del origen de nuestro pueblo, sólo conciernen a quiénes son de los nuestros. Aparte de ello, sólo pueden contarse cuando las estrellas, las horas, los trabajos y los días sean propicios.
"En un par de semanas se cumplirán ciento cuarenta y siete años de la caída del imperio, que desapareció, como todo lo demás, en su intento por exterminar a los dragones. Alterar el equilibrio siempre lleva a la ruina. No obstante, el tiempo sigue.
"Todo es un ciclo, una repetición de lo que fue el primer acto. El deseo de morir originó el deseo de vivir, y ambos se contraponen una y otra vez para dar forma al mundo. Todo muere, todos hemos de morir, como fragmentos de un acto fracasado, de una mente y un cuerpo despedazados. Estamos muriendo a cada momento, como el cosmos, como todos los cosmos del devenir y el porvenir, así como del poder ser y no ser. No sabemos en que terminará, si en la victoria de una voluntad o la otra. Sin embargo, seguimos en pie, seguiremos en pie mientras haya vida.
"Agradezcamos la vida, agradezcamos la muerte, agradezcamos el tiempo pasado y el tiempo por venir, así como el tiempo que se esfuma mientras lo vivimos. Somos nada, y a la nada volveremos, somos el viento que se esfuma, las voces que callan, y tras oír la Gran Historia, volvemos al silencio".
Entonces callaron todas las voces y todo sonido, como un mundo en suspenso, inmóvil. Se apagó la hoguera al momento. El resto de la noche, la oscuridad y el silencio reinaron.

ESTÁS LEYENDO
Ayé y el dragón
FantasyAyé, un guerrero sin rostro, se lanza en una travesía para recuperar su identidad