Llovía con intensidad. Se oían rayos caer a lo lejos. Ayé despertó, confundido, a lomos de su caballo. El animal pareció notar su despertar, sin detenerse ladeó su cabeza, mirándolo, luego relinchó. Parecía que, de alguna manera, el caballo había conseguido subirle a su espalda. El sin rostro sintió una profunda gratitud y compasión por su compañero, quién tuvo que cargarlo y sacarlo del bosque en llamas, cuando pudo tan sólo haber corrido y dejarle a su suerte. Ayé acarició el lomo del animal, luego trató de incorporarse, sin lograrlo. Se estiró para tomar el saco donde guardaba sus alimentos. El esfuerzo fue terrible, todo el cuerpo le dolía, en especial la garganta y la cabeza. Sentía como si se le clavasen innumerables púas, diminutas, pero afiladas para causar el dolor más agudo. El costal se había cubierto de hollín. Si su nariz no fuese apenas un par de agujeros, el olor a quemado le habría sido insoportable; si no viese a través del hechizo de su madre, en lugar de un par de ojos, éstos hubiesen llorado por el humo. Quedaba una liebre, granos, y algunas verduras. En un instante, pasaron a descomponerse. Ayé no tardó en devorar sus nutrientes. Los huesos 6 restos pútridos cayeron al piso para alimentar la tierra. Ayé sintió sus energías renovadas. Una fuerza nueva le invadía. Poco a poco se fue incorporando. El caballo relinchó al verlo repuesto. El sin rostro acarició su cuello. Avanzaron un rato en silencio, disfrutando de haber salido vivos de su anterior encuentro.
El bosque había quedado devastado. De no ser por la lluvia, el incendio se habría extendido sin control. El lado amable era la probable destrucción de la plaga, por lo menos de la que se encontraba en las cercanías. Aun así, Ayé consideró prudente mantener sus planes. En busca de algún atisbo de brillo solar entre las densas nubes, trató de estimar dónde se encontraban, sin éxito. Debían estar cerca del pueblo Achira. Intentó con un cántico para conjurar el viento y mover las nubes, pero su fuerza no era suficiente para poder mover el viento a tal distancia. Consideró prudente descansar, armar un pequeño campamento, al cabo era casi de noche. Quizá, si el cielo se despejaba, Ayé podría estimar a dónde ir a partir de las estrellas. Sin embargo, aun habiendo dejado de llover, con la destrucción de esa área del bosque, sería difícil hallar con qué iniciar una fogata. Optó por dirigirse al monte, era probable encontrar alguna cueva, si acaso debería enfrentarse a algún oso o trasgo, más no a criaturas tan peligrosas como un dragón. En el peor de los casos se vería contra alguna de las criaturas de la plaga, para lo que estaba preparado y hasta se alegraría de reducir sus números. A la postre, de no despejarse el cielo, la altura le ayudaría a guiarse. Le llevó un tiempo subir el monte, en su camino no hubo una sola cueva. La oscuridad ganaba terreno. En lo alto del monte, en lugar de una cueva, había un agujero, una suerte de desnivel en lo alto. Se oía una extraña música en alguna parte. La oscuridad se había vuelto más densa. El agujero se hacía más profundo conforme al centro. Ayé bajó, con sumo cuidado. Surgió una luz, un chispazo, luego otro, después brillo constante. Era una fogata. Ayé desenfundó su arma.
—Tranquilo, viajero. Mi nombre es Noc y soy un viejo que habita las montañas.
ESTÁS LEYENDO
Ayé y el dragón
FantasíaAyé, un guerrero sin rostro, se lanza en una travesía para recuperar su identidad