Capítulo 1. Ayé

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Ayé nació sin un rostro. Incluso su nombre era provisional. Su madre lo llevó con el profeta para resolver el misterio. Éste les dijo que una maldición pesaba sobre su ser, y no podría morir ni vivir, ni saber quién era, sino se libraba de ella. Para recuperar su cara, para ser alguien, debía derrotar a un dragón.
Su madre le protegió, y preparó por años para el momento de la verdad. Ayé se crió para el combate, uno muy particular, pensado para monstruosos enemigos, no tanto para la guerra. Los llamados pueblos dispersos se hallaban siempre en conflicto, sino era la lucha entre ellos, era la lucha contra las criaturas que bajaban de las montañas, o que salían de las cuevas y cavernas subterráneas bajo el pueblo, de la red de cenotes y de la jungla en la costa sur. Para colmo, el clima intempestivo y el complicado terreno dificultaban la vida, al tiempo que agravaban los conflictos entre los habitantes de la región. Era difícil entrar, aún más complicado salir, poniendo en aún más peligro la meta de Ayé. No obstante, desde su apartada casa en el bosque, su madre, quién era una hechicera consagrada a la naturaleza, había dispuesto las herramientas para su éxito y supervivencia. Cada tanto aparecían dracónidos, sáuridos, y pseudodragones, más ninguno podría quebrar una maldición así de poderosa. Estos rivales le ayudaron a mejorar sus habilidades, al tiempo que sacaba algo de dinero para su hogar. El trabajo de hierbera de su madre no era suficiente para los tiempos difíciles que corrían. Eran peores en cuanto llegaba el invierno, que siempre lo hacía con pasmosa rapidez, pues ahí el otoño duraba tan sólo par de días. El verano suponía una cuenta regresiva en la que los habitantes, humanos o bestias, luchaban por los recursos para sobrevivir las brutales nevadas. Algunos luchaban por espacios favorables, como las cavernas, otros migraban hasta la primavera. Con heladas cada vez más largas, criaturas de sangre caliente como los dragones se hacían cada vez más raras. Desde el nacimiento de Ayé, ocurrido el día del último asedio de un gran dragón en la región, los ataques de estas criaturas se habían vuelto casi una mera leyenda. Eso no suponía un alivio, pues a falta de esos escupe-fuego, las hordas de orcos y trasgos no tenían algo que las alejara. De igual manera, los grandes monstruos del bosque no tenían un depredador, por lo que la población de osos bisonte, mamuts, ogros, troles, licántropos y roba-pieles, se hacía cada vez mayor. El aumento de estos provocaba el descenso en la población de osos pardos, ciervos, liebres, búfalos y demás animales de una medida no tan terrible. En contraposición, los lobos grises, blancos, gigantes y huargos, mantenían sus números estables, a causa de su notable inteligencia. Cada año el fenómeno se agravaba, trayendo consigo otra serie de consecuencias: pérdida en la vegetación, escasez de alimentos, enfrentamientos cada vez más comunes entre humanos y bestias, así entre cada uno con sus semejantes, movimientos masivos de los diferentes habitantes en busca de un hogar más agradable o tan siquiera menos peligroso. La bruja Kaya, madre de Ayé, solía decir que desde hacía varios años la tierra se llenaba más y más de sombras y luces pálidas, avanzando en medio de las noches que eran cada vez más oscuras. Cuando algo así sucedía, ya fuera de ese modo o al contrario, con el absoluto dominio solar, el balance caía, y el mundo se derrumbaba. Las plantas hablaban con extrañas voces, los árboles susurraban rumores de tierras que no debían estar ahí, hasta las nubes mostraban las formas del caos. La mujer no perdía la ocasión de advertir a Ayé sobre su peligrosa meta. El mundo se corrompía, la maldición no podía ser una coincidencia. Se venía una catástrofe, así como una lucha feroz, cruenta, sin vuelta atrás.


Sería hasta el quinceavo cumpleaños de Ayé, que los signos le serían favorables, y a su vez tan funestos. Corrían rumores de grandes dragones asolando la región. Un pueblo entero había desaparecido en una noche, ante las llamas de un enemigo que, sin el menor aviso cayó sobre un viejo torreón con una cuadrilla de infantería, para hacerla polvo en instantes, con la posterior intención de alimentarse con todos los habitantes de esas pequeñas cabañas. La piel del dragón era roja, sus ojos blanquecinas, su hambre sin fin. Ayé supo que su destino estaba delante suyo, por años el acero había ansiado tal encuentro.

 Ayé supo que su destino estaba delante suyo, por años el acero había ansiado tal encuentro

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Ayé y el dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora