Capítulo 4. Un claro en el bosque

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Durante el camino sólo se escuchaban las pisadas del caballo, el silencio los envolvía. Tras el encuentro con la criatura, Ayé supo que algo terrible debió pasar en ese lugar. No era tan sólo en ese rincón, la falta de vida era el signo de una fuerza que se propagaba, una serie de criaturas, una infección. Los árboles se habían vuelto mucho más amenazantes que nunca. El viento, cuya voz Ayé aprendió a escuchar al viento desde sus primeros años, y el rumor que le contaba era de una creciente desolación extendida sobre el valle. Ayé no podía limitarse a enfrentar al dragón, debía informar de la situación en los pueblos cercanos, de ser posible también entre las autoridades. La organización política era compleja, pues fuera del reino de Aminia, ya en decadencia, cuyo principal ducado, Amanor, se hallaba fuera del valle, a diferencia del casi extinto ducado de Linero, con un único heredero, propiedades en ruinas, y posesiones abandonadas aquí y allá; a su vez, cada pequeño poblado tenía su propio gobierno, si es que tenían alguno, de ellos, quizá, el más fuerte era uno del que Ayé había oído, el pueblo Achira, que se regía por un consejo de ancianos. Quería llegar a tiempo para advertir al consejo, sin desviarse de su objetivo, debía trazar una curva en dirección nornoroeste, atravesando un pequeño monte. Para mayor conveniencia, con ese camino podía pasar por un pequeño poblado, donde podría advertir de la plaga. No perdió tiempo, cabalgó a toda marcha por el desolado camino, rodeado de árboles moribundos.


Mientras avanzaba en su camino a través de las montañas, se encontró un pequeño claro; ahí seguían sin llegar los efectos de la plaga. Ayé decidió revisar sus provisiones para comer algo. Sacó una liebre de su morral, la tomó entre sus manos, cantó, luego el cuerpo del animal se empezó a deshacer, hasta quedar esos huesos. Al terminar, colocó los huesos en la tierra, marcó un símbolo a su lado, para agradecer a la tierra el sustento, después realizó una segunda marca, aún más grande, para indicar que por ese lugar había pasado alguien con vida.

Para poder vivir, un sin rostro debía tomar la vida de aquello que tocara y, por voluntad, al menos en la mayoría de los casos, por medio una nota aprendida de una bruja, en este caso su madre, entonada en el momento y la situación correcta, invocar el hechizo para tomar la vida de aquello que tuviese entre manos. Sólo así se podía beber, alimentarse, incluso respirar, pues a través de un sortilegio, ligado a cada sin rostro con vida al momento de nacer, su piel se volvía capaz de absorber el aire necesario para la vida.
Tras ello, continuó su camino, ya muy cerca del poblado. Y conforme avanzaba, la muerte tomaba presencia de nuevo. En cuanto divisó las primeras casas, abandonadas, Ayé temió lo peor. No bajó del caballo, aunque moderó la marcha, desenvainó, y comenzó un canto casi silencioso. Su espada envuelta en escarlata, vibrante, ansiosa de luchar. El viento advertía que no quedaba un alma en ese lugar. Sonó algo familiar, el tan característico chillido. Sombras de formas caóticas se asomaron desde el interior de las casas y establos. Ayé elevó un canto de batalla.

Ayé y el dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora