Prólogo. 1581.

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El frío, desde la entrada de la ciudad de la Santísima Trinidad hasta el gran puerto de Danta María del Buen Ayre, abrazaba a su amante el silencio bajo el manto de la noche. Hacía tres noches que se rumoreaba que un malón se preparaba para atacar, por eso el alguacil López decidió redoblar las guardias.

—García— llamó el alguacil— ¿Está despierto, García?

—Si señor, lo estoy— contestó el soldado abriendo sus ojos de golpe y sosteniendo mejor su arcabuz.

El alguacil López era un español de pura estepa. Nacido en la península, hijo de padre y madre española, el alto caballero llevaba su fusil con la naturalidad que un lechero lleva el tambo. Sus amarillentos ojos, reposaban sobre profundas ojeras. Cuando les dijo a los hombres del fuerte que debían reorganizar con más presión la guardia, nadie esperaba que él se acoplara también a este esfuerzo.

Pero Ahí estaba él, con sus 50 años y sus bigotes que eran más cana que pelo, empuñando su arma contra el hombro derecho, con una postura que envidiaría más de un jinete y con los ojos clavados en la entrada a la ciudad.

—Creo que veo algo, señor— dijo García forzando la vista—. Tres hombres, señor, uno de ellos atado.

—Ábrales las puertas, soldado—. Con la calma de un monje, López colocó el cañón de su arcabuz entre dos puntas de madera del paredón y apuntó a la negra noche—. Que entren rápido y cierre lo antes que pueda, yo lo cubro.

Claro que él ya había visto a los tres hombres. Incluso, atinó a reconocer a uno de ellos, él mismo lo había enviado. Los vio varios metros antes que su compañero de guardia, pero a él no le preocupaban esos tres, le preocupaba lo que podria venir tras ellos.

García era un hombre robusto, de los que empezaban a llamar criollos. Hijo de padre español y madre aborigen, el joven García era un hombre de fiar para el alguacil López. Este bajó del puesto de vigilancia sin su arma por el apuro y allí lo esperaba un muchacho, joven, poco más que un chiquillo que se aferraba a la lanza que le habían dado manteniendo los ojos abiertos fijos en la nada.

—Miguel— lo llamó García—. Vamos, dame una mano que hay que abrir.

El chico tardó en reaccionar, pero de todas formas apoyó su lanza contra la valla de madera y empezó a empujar. García levantó el trozo de madera que trancaba la puerta y con ayuda del muchacho pudieron ver como los tres hombres avanzaban cada vez más rápido para entrar en la ciudad.

—Ya, ya, ya— les señalaba el hombre que iba primero empujando a su compañero y al que llevaban maniatado—. No tenemos tiempo, corran.

El hombre que López envió fue el último en entrar y el primero en empezar a tirar para dentro cuando tuvo la puerta a mano. Una vez dentro y con la luz del fuego iluminando su cara, García reconoció al soldado Fernández, otro peninsular.

Antonio Fernández, como buen español tenía la piel más blanca que García, pero las cicatrices nuevas que tenía ahora resaltaban más que el color. El prolijo pelo negro que él recordaba ahora estaba desastroso y más sucio que de costumbre. Su chaleco azul y negro de la armada real española ya estaba hecho jirones y, aun así, a comparación del nuevo integrante, claramente otro criollo, no estaba tan mal.

El muchacho a penas unos años más grande que Miguel, estaba desprovisto de una camisa y sus pantalones apenas podían mantenerse sin una cuerda que había usado para que se quede en su lugar. Estaba descalzo y sus pies cubiertos de heridas algunas a punto de infectarse.

—García, que bueno que estás acá— dijo Antonio tirando de la cuerda que ataba al indio—. No puedo entenderlo.

Su respiración estaba agitada, claramente quería sentarse, pero su sentido militar no se lo permitía. García lo miró de arriba abajo y negó con la cabeza—. Espera que llame al capitán.

Colmillos y Sombras de la Revolución 1. La llegada del inglés.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora