Capítulo XX: A las armas.

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Tres semanas y media después de que los barcos de Álzaga partieran, estos deberían arribar al puerto en la noche. Lo irregular fue que, vía sobornos e hipnosis de algunos vástagos hábiles, ningún soldado inglés se encargaría de vigilar el puerto esa noche, solo serenos "contratados" locales. Entre estos, varios miembros de la hermandad vástaga.

Manuel quien desde hacía cuatro días estaba en vela esperando el navío, miraba su reloj de bolsillo para después redirigir su vista al oscuro horizonte. Cuando vio la bandera insignia de Álzaga ondear en la penumbra, movilizó a sus hombres.

—¡Vamos señores, tenemos que descargar rápido! — golpeó varias veces la parte interior del almacén que usaban de entrada al submundo.

Después de varios golpes secos, 20 vástagos entre hombres y mujeres salieron al trote al puerto. Tal y como habían ensayado otras noches, la tropa se paró ante los muelles que venían asegurando para cada barco, 4 navíos, 5 soldados para descargar cada uno. Dos hombres de cada escuadrón arrojaron sogas a las goletas y al bergantín en jefe para que amarraran más rápido. Cuando los marinos colocaron el puente, los vástagos ya estaban usando su velocidad sobrenatural para abrir las bodegas de los barcos.

El joven Ruiz no pudo evitar inflar su pecho de orgullo. Después de tantos días entrenando a la tropa de noche, además de sus entrenamientos normales, para que descarguen los barcos, estaba dando frutos.

—Chico, manejar tantos hombres no me va a ser tarea fácil, entrenarlos aun menos— le había dicho Cornelio tras aceptar el nombre de "Patricios" para el regimiento—. Necesitaré sargentos y oficiales. Subdividir las tareas. Cuando lleguemos, reuniré a mis hombres de más confianza y los adiestraré yo mismo. Aprendan rápido, enseñen rápido.

—Supongo que el francés quedará renegado hasta nuevo aviso— asumió Manuel.

—Me temo que si— le explicó Cornelio—. Reduciremos el entrenamiento a las bases. Que las tengan frescas ¿Entendés?

—Señor, le recuerdo que no tengo una amplia formación militar— le dijo Manuel.

—Hijo, necesito que mis sargentos sean habidos con la pluma— explicó Cornelio—. En una batalla urbana con tantos edificios y coberturas, necesito que alguien pueda escribirme que está pasando.

—Entiendo— aceptó Manuel—. Entonces solo las bases.

Y así había hecho, en total tuvieron poco menos de un mes de entrenamiento, pero esas tres semanas fueron intensas. Manuel, siguiendo las órdenes de Saavedra, aprovechó al máximo las capacidades vástagas de no necesitar dormir, comer o ir al baño. Cada hora era hora de entrenamiento. Aprendieron a marchar, a estocar con palos de madera y a hacer movimientos de tiro y recarga con los mosquetes. El problema era que, entre el arsenal personal de Cornelio, no había suficientes armas para todos. Los escuadrones de 20 hombres se iban turnando dos o tres veces a la semana para practicar tiro por la falta de armas. El resto del tiempo, Manuel los hizo practicar con palos de escoba y a pelear con cuchillos.

Pero ahora, ahora eso se había acabado, ahora los soldados estaban descargando cientos y cientos de mosquetes que los navíos de Álzaga traían del Brasil y del Uruguay. Pero el descargue de cajas que venía siendo perfecto se vio frenado, específicamente en el bergantín de insignia.

Manuel, preocupado, se lanzó a él para ver que pasaba. A penas llegó al muelle sus hombres dieron un saludo marcial y los marinos que no entendían de que se trataba esta descarga exprés se quedaron rígidos.

—¿Algún problema, cabo? — preguntó Manuel a una de sus soldados que se encontraba abordo.

—No sargento— Romina era una chica menuda, pero no por eso menos respetada por sus pares—. Solo unas cargas que no previmos.

Colmillos y Sombras de la Revolución 1. La llegada del inglés.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora