Capítulo VI: Invitaciones.

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Cuando la "Union Jack" se alzó en el fuerte, Remedios, como tantos otros porteños, fueron a la plaza a ver que estaba pasando. Nisiquiera tomó el tiempo para esperar a que su tío bajara o que Ramona preparara el carruaje y su alter ego. Solo tomó su abanico como única herramienta mágica y salió de la botica, corriendo como estaba bastante segura de que no debería hacerlo una dama.

Bajó por las calles de Buenos Aires hasta la plaza solo para ver a escuadrones ingleses avanzando en formaciones espaciadas. Los soldados, a pesar de su diezmado número, se movían con una confianza digna de una enorme legión.

Las calles se llenaron de criollos, zambos y mestizos hasta llegar a la plaza, más de uno armado. Pistolas de rueda, carabinas viejas, lanzas y cuchillos predominaban entre los civiles, incluso niños a penas más grandes que la hermana de Manuel llevaban pistolas escondidas. Pero allí en la plaza, el capitán inglés se paseaba ante sus prisioneros. Remedios no tardó en encontrar, entre ellos a Manuel. El oxígeno volvió a su cuerpo mientras el traductor hablaba de que estos prisioneros serían liberados.

La gente se quejaba en murmullos contra el virrey y estos poco a poco fueron aumentando tanto en agravios como en su volumen. Pero la gota que rebalso el vaso fue cuando el mismo gobernante, en un acto de solidaridad con el invasor, arrojó su adornada espada al suelo, mostrando sumisión.

La gente arrojaba el arma con desgano hasta que a alguien se le ocurrió romper su lanza antes de arrojarla. La tendencia fue tan masiva que, de haber tenido su pistola de chispa, Remedios se habría tentado a hacer lo mismo. Los insultos en español y en diferentes dialectos aborígenes llegaron a los mandatarios tanto locales como invasores, pero fueron ignorados.

Remedios vio como los soldados liberados se iban con el resto de la plaza y aunque ella quería buscar a su viejo amigo Manuel, algo la congeló en el camino, haciéndola aferrarse a su abanico. Solo entre los oficiales ingleses, había 12 vampiros, de los cuales, ella pudo notar era muy viejo.

Su tío había tenido razón, los invasores eran sus viejos enemigos. Cuando Manuel la esquivo ella no pudo seguirlo. Su instinto le decía que corriera, que fuera lo antes posible de vuelta a la botica, y así hizo.

Cuando estaba llegando, el señor Monteros estaba en su turno de guardia con la vieja carabina en las rodillas. Remedios le hizo señas de que la guardara, pero el hombre no entendió. Cansada de la inútil comunicación se metió en la botica para encontrar a su tío con el trabuco arriba del mostrador.

—¿Podes bajar eso? — le dijo apenas entraba—. Los ingleses están confiscando las armas.

—¿Ganaron? Esos piratas bastardos— escupió el español—. Me importa una mierda si quieren confiscar mis armas les daré las balas primero.

—Tío, conté 12 vampiros entre sus oficiales— murmuró ella—. Creo que su capitán es uno de ellos.

—Debe ser amigo de los titiriteros de Sobremonte— dijo el boticario guardando su arma— ¿Él entregó la ciudad?

—No, huyó— explicó ella—. Se rumorea que con un importante botín en efectivo cobre y... plata. Dejó a Quintana a cargo.

Al tío se le dibujó una sonrisa—. Bueno parece que el incompetente no era tan estúpido. El problema es que optó por dejar a un cobarde a cargo de todo esto.

—¿Vampiros? — la voz de Ramona salió de la cocina— ¿Más todavía? Hermoso.

Ramona, sacando empanadas del horno, se asomó por la puerta que conectaba la casa con el local—. Esto solo mejora y mejora.

—Me temo que si Ra— suspiró Remedios— ¿Podes decirle al señor Monteros que esconda su carabina antes de que vengan los ingleses? Creo que me estaba ignorando.

Colmillos y Sombras de la Revolución 1. La llegada del inglés.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora