PRÓLOGO

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Mientras se dirigía a esa casa sólo pudo pensar en todo el dinero que había perdido. Apenas acababa de conseguir ser el jefe del banco más grande de toda Inglaterra, cuando descubrió que el dueño de la casa a la que se dirigía le había quitado gran parte del dinero que por fin pensaba que era suyo.

Llamó a la puerta de esa maldita casa y la abrió una mujer, seguramente una de las criadas y con los ojos llenos de terror, les dejó pasar. El joven se preguntaba cómo era posible que uno de los hombres que más había amasado dinero durante años, ahora lo hubiera perdido prácticamente todo en un engaño. La gente decía que era muy inteligente y que por eso se hizo rico tan deprisa, pero él ya no lo pensaba así.

La única debilidad que tenía ese hombre era su gran corazón, y eso le había llevado a la ruina. Había confiado ciegamente en unos comerciantes extranjeros, que le habían suplicado ayuda para alzar su negocio ya que lo necesitaban para salvar a su hija de una terrible enfermedad. El hombre, conmovido, les dio una gran suma de dinero que le sería supuestamente devuelta en cuánto el negocio se alzase. No se dio cuenta del engaño hasta unos meses después, cuando ya era demasiado tarde.

Ese hombre se encontraba en la sala de estar junto a la que sería su mujer y su hija de unos cuatro años. Le pareció una niña preciosa en cuánto la miró, y supo que cuando fuera mayor sería una mujer que iba a ser codiciada por muchos hombres. Pero no había venido allí a eso, quería que le devolvieran lo que es suyo por derecho. Un mes atrás su padre había fallecido y le había dejado de herencia toda su fortuna y el prestigioso puesto de director de su banco, apenas acababa de cumplir veinte años y ya tenía el suficiente dinero para vivir cómodamente toda su vida.

Pero ese hombre delante de él había arruinado todos sus planes cuando pidió una cantidad de dinero al banco que no pudo devolver. No tenía por qué estar allí, de hecho, al ser el jefe no debería estar allí personalmente, pero quería ver la cara de ese hombre al quitarle todo lo que tenía, quería verle sufrir. Le había robado dinero y ahora se las iba a pagar.

—Ryle, sé porque estás aquí —dijo el señor Baker, dueño de la casa—. Ya te lo dijimos, no tenemos más dinero, no podemos darte nada más.

—Pero, ¿qué hay del dinero que vos me habéis hecho perder? ¿Cómo lo recupero?

—Podemos ofrecerte nuestros corceles y nuestro carruaje, pero no poseemos nada más— respondió la señora Baker.

Ryle se quedó pensativo sopesando la oferta, cuando de pronto un estruendoso ruido interrumpió sus pensamientos. Era la hija de los Baker, que de un momento a otro se había echado a llorar. Fue entonces que se le ocurrió una idea que sabía que le arruinaría por completo la vida a esa familia.

—Quiero a su hija —dijo Ryle—. Quiero que su hija sea mi esposa cuando ella cumpla dieciséis, si acepta este trato les perdonaré todas las deudas que tengan para que puedan vivir cómodamente y darle a su hija una buena educación. Por supuesto, no tocaré a su hija hasta que llegue el momento en el que se convierta en mi esposa, pero vendré a verla tres o cuatro veces al año para ver cómo va creciendo. Yo que ustedes aceptaría esta generosa oferta, no todos los días se tiene una oportunidad así. Qué me decís ¿Aceptáis el trato?

El matrimonio se miró y después giraron la cabeza para ver a su hija, que jugaba tranquilamente con un caballo de madera. Por mucho que les pesara tenían que aceptar el trato por el bien de su familia, porque si no se quedarían en la calle. El señor Baker le dio la mano a su mujer tratando de reconfortarla y contestó:

—Acepto el trato —después abrazó a su mujer que se había puesto a sollozar.

—Bien —dijo Ryle, y echando un último vistazo a la familia que acababa de destrozar se marchó sonriendo cruelmente de esa casa.

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