Capítulo 1

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Se despertó sobresaltada, acababa de tener otra vez esa maldita pesadilla. Ese sueño siempre le atormentaba y a su vez le recordaba, el desafortunado destino que la esperaba en apenas un año.

Pronto cumpliría los quince años, y solo le quedaría un año para casarse con ese rico ejecutivo, Ryle Abernathy. June no recordaba nada del día en el que ataron su vida a la de ese hombre con un contrato. Solo se necesitó la firma de su padre para que la entregaran a ese hombre, como si de unas tierras se tratase.

El simple hecho de verlo unas veces al año ya le repugnaba, por lo que no podía imaginarse tener que pasar toda su vida con él. June no había tenido ni voz ni voto, puesto que era una mujer, y la mayoría de los matrimonios en esos tiempos eran por conveniencia.

Siempre había soñado con casarse con un hombre que ella quisiera de verdad, pero cuando tuvo la edad adecuada, su madre le contó sobre el acuerdo y sus esperanzas se esfumaron enseguida, como si el viento las hubiera empujado por un acantilado. June estaba al borde de ese precipicio, a unos pocos pasos de distancia, y pronto se caería y ya no habría vuelta atrás.

—Buenos días señorita June —la voz de su ama de casa, Linda, la devolvió a la realidad.

—Buenos días Linda —dijo June con una sonrisa cariñosa. Linda la había visto crecer y prácticamente la había criado. Era una señora larguirucha que acababa de cumplir los cuarenta, tenía el pelo negro azabache y ojos marrones. Para ella Linda era mucho más que una simple criada y no sabía lo que haría sin ella cuando tuviera que marcharse de esa casa.

Como siempre, tras despertarla, Linda se iba a hacer los quehaceres de la casa. June se levantó de la cama y fue al vestidor donde su ropa de hoy estaba preparada en la cómoda. Se acicaló un poco, se vistió y cuando terminó se dirigió al espejo.

Su cabello dorado le caía por los hombros con unos bucles en las puntas; sus ojos verde esmeralda que tantos elogios se habían ganado a lo largo de los años, le devolvieron la mirada a través del reflejo. Su piel era más bien paliducha y tenía unas pequeñas pecas debajo de los ojos y en la nariz; era de estatura media y con un cuerpo acorde a su edad y a una buena alimentación.

Desde pequeña le habían dicho que era muy guapa, pero eso a ella no le importaba. June no quería ser guapa, porque si no lo fuera probablemente ahora no tendría que casarse con Ryle y podría vivir su vida como ella quisiera. 

Mientras intentaba alejar esos pensamientos, se dirigió a las escaleras que llevaban al piso inferior. Su familia era de las más ricas de la ciudad, así que vivían cómodamente.

En el piso de abajo, como todas las mañanas, se encontraban sus padres tomando el desayuno en el gran comedor. Se sentó a la mesa y observó que comida había hoy.

—Buenos días, cielo —la saludó su madre, la señora Baker. Era muy parecida a su hija, tenía el pelo rubio, aunque con algunas canas debido a la edad, los ojos claros y la piel pálida. Pese a su rostro envejecido, la señora Baker seguía conservando cierta belleza, que te hacía imaginar de donde la había sacado su hija.

Su padre murmuró un "buenos días", ocupado leyendo el periódico. El señor Baker era un hombre a primera vista elegante y con cierta clase, con un pelo color café con algunos bucles, que se encontraban bien acomodados en su cabeza. Sus ojos eran del mismo color que los de su hija, aunque de un tono un poco más oscuro. Era un hombre muy inteligente, y aunque a primera vista parecía un hombre serio y un tanto arisco, era una persona con un gran corazón y entregado a su familia.

—June, desayuna y date prisa, no llegues tarde a la escuela —le recordó su madre. La semana pasada ya había llegado tarde una vez, y el sermón que le dio el señor Jackson no fue precisamente agradable, así que se dio más prisa.

Terminó de desayunar a toda velocidad, y fue hacía el vestidor para coger su bolsa para la escuela. Estaba a punto de salir de casa cuando una voz la llamó.

—Señorita June, no olvide su almuerzo —era la señora Brown, la cocinera. La dio las gracias, y se estaba girando para marcharse cuando se acordó de algo.

—Señora Brown, ¿está Tyler en la casa? —Tyler era el hijo de la señora Brown y su mejor amigo desde niños, no podía imaginarse la vida sin él. Eran inseparables y se ayudaban mutuamente en todo desde en el día que su madre se lo presentó.

—No, está en los jardines trabajando puesto que luego debe ir a la escuela.

—¿Puede decirle que nos vemos donde siempre a las seis? Es que hoy llegaré un poco más tarde.

—Por supuesto, le haré llegar el mensaje —contestó la señora Brown guiñándole el ojo.

Tras esta breve conversación, June se apresuró a subir al carromato para ir a la escuela.

Su casa se encontraba a las afueras de la ciudad, así que tardaban unos veinte minutos en llegar a su colegio. A June le encantaba que su casa estuviera lejos del bullicio de la gran ciudad. El campo le transmitía paz y se sentía viva, libre. Era libre de caminar por donde quisiera, gritar, soñar... Podía expresar sus sentimientos, sin tener que mentir, fingir, obviar, sin ataduras. Toda su vida se había sentido como un pájaro enjaulado, pero en el campo podía salir de esa jaula, desplegar sus alas y volar.

Un bache en el camino interrumpió sus pensamientos, miró por la ventana y vio que estaban llegando. Londres, como siempre, estaba abarrotada, paseantes caminando para ir a sus respectivos trabajos o a hacer sus tareas rutinarias; vendedores que intentaban atraer a la clientela de cualquier forma, desesperados por vender algún producto esa mañana de mayo; y carromatos por toda la carretera.

En esos carromatos viajaba tanta gente con destinos tan distintos... puede que algunos fueran a trabajar, o tal vez a la escuela, como ella; o quizá iban a recorrer el país para visitar unas tierras lejanas. Siempre que pensaba en ello le daban tanta envidia esas personas, podían hacer lo que quisieran, eran libres.

Libre. Sopesó el significado de esa palabra muy significativamente. ¿Alguien era realmente libre alguna vez en su vida? Podías tener muchísimo dinero, hacer cualquier cosan dónde y cuándo quisieras, pensando que no hay consecuencias, o más bien, intentando obviarlas, pero ¿alguien podía de verdad evadir las consecuencias de sus decisiones? ¿O solo podía posponerlas? Era una pregunta difícil de responder, puesto que solo sabrías la respuesta en el momento en que fallezcas y repases lo que has hecho y ha ocurrido en tu vida.

¿Quién sabe qué pasará mañana? Cada acción tiene una reacción, cada decisión tiene una consecuencia, ya sea a largo o a corto plazo, así que desde su punto de vista hay que tener mucho cuidado con el rumbo que tomas a lo largo de tu vida.

Nunca eres libre, por lo menos no por completo, porque siempre estás atado a algo o alguien. Es como un perro atado en un poste, su dueño puede que ya no esté por lo que supuestamente es ''libre'', pero no puede moverse mucho más allá de lo que mide su correa.

Ella se sentía un poco como ese perro, puede que tuviera dinero y recursos para hacer lo que quisiera, pero no era libre, tenía un dueño que la había atado a un poste con una cadena irrompible, su libertad estaba limitada, coartada, por un simple acuerdo.

Miró por la ventanilla. Ya estaban pasando la valla del Westminster School, su colegio. Como siempre, ya había bastantes carromatos allí, y de ellos se bajaban niños y adolescentes de familias medianamente ricas para poder permitirse el lujo de llevar a sus hijos a esa escuela.

En cuanto el carromato llegó a la puerta de entrada, el conductor se bajó para abrirla la puerta, June se bajó con su ayuda y se encaminó a la escuela.

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