Capítulo 3 - El maniquí

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En la planta baja de la enorme mansión, el comedor se presentaba como un espacio acogedor y familiar. Los tres enormes ventanales dejaban pasar la luz del día, dando vida a una mesa grande que ocupaba el centro del lugar. La larga y ancha mesa contaba con veinticuatro asientos. A lo largo de su extensión, nueve sillas flanqueaban cada lado, dispuestas con precisión ceremonial, y tres sillas en lo ancho.

Las tres sillas del centro superior estaban ocupadas; en el medio se encontraba Henry Frank, el señor y dueño de la mansión. A su derecha estaba Beatriz, y a la izquierda del aristócrata estaba Eleuteria. Esta disposición buscaba asegurar que el señor de la mansión y sus allegados más importantes estuvieran más cerca de la cocina y fueran los primeros en ser servidos. Sin embargo, a Henry no le convencía del todo, ya que siempre le gustaba cambiar de lugar y de lado en la mesa; disfrutaba mucho conversar con sus criadas. Por ende, nunca se sentaba ni en la parte superior ni en la inferior, dejando esos lugares vacíos y utilizando solo los flancos. No obstante, en esta ocasión consideró que era apropiado que los invitados vieran quién era el que mandaba en la mansión.

Los tres invitados se encontraban sentados en el flanco oriental de la mesa, concretamente, debajo de Beatriz. Rosa encabezaba la fila, seguida por la mujer extraña y el joven canino. Ceache se ubicaba al lado del joven, por órdenes de Henry, ya que, debido a la advertencia de Eleuteria de que la mujer podría ser una asesina, decidió que sería bueno que ésta los vigilase. Por otro lado, Brínea, Pipi y Sara ocuparon sus lugares habituales al lado de Ceache. Siempre se encontraban juntas charlando, jugando y compartiendo las comidas, ya que eran las más jóvenes de la mansión y compartían los mismos intereses.

Henry confiaba en la fuerza de Ceache, por eso no dijo nada al trío de amigas para que cambiaran de lugares. Además, si lo hacía, podría generar preocupaciones innecesarias.

Por otro lado, en el flanco occidental de la mesa se encontraba Eliza, la primera de todas, seguida por Pando, María, Dalia, Amelie, Cristina y Narcisa. Todos estaban disfrutando del guiso que él había preparado, o más bien que había observado cómo Eliza cocinaba.

Ninguna de las criadas, ni siquiera la charlatana Pipi, hablaba como siempre. El comedor siempre había sido el epicentro del cuchicheo y las risas. Sin embargo, ese día todas estaban calladas, a excepción de los dos invitados a los que él no conocía.

—Hermana, esto está delicioso —comentó el joven.

—Le falta carne, pero no está tan mal —opinó la mujer extraña.

A Henry, que tenía buen oído, aquello le produjo bastante placer. El que extraños elogiaran los platos de su niñez siempre le agradaba. Aún recordaba cuando le preparó él mismo, con ayuda de Eliza, un platillo a Eleuteria, esta quedó encantada y Henry contento.

—Me alegra que les guste la comida —dijo Henry con una sonrisa en dirección de los, ahora que lo sabía, hermanos.

—No está tan mal, pero he comido mejores —dijo la mujer en respuesta, jugando con la cuchara y el arroz, mostrándose totalmente contradictoria a como pensaba antes.

Sin embargo, Henry sabía que aquello era una mentira, pues ni en los mejores restaurantes había encontrado una receta remotamente similar. No obstante, no le importó que se mostrara maleducada, ya que la había escuchado con anterioridad y sabía lo que pensaba realmente.

—A mí me ha encantado —dijo el joven llevándose la cuchara bien cargada a la boca.

—Me alegra que te guste, ¿cómo te llamas, joven? —preguntó Henry mirando al joven que acababa de vaciar el plato.

—Me llamo Nik —respondió con la boca llena.

—Un placer, yo me llamo Henry Frank, dueño y señor de esta mansión —dijo señalándose a sí mismo y agregó—: Aunque creo que ya saben quién soy yo, pero es de mala educación no presentarse apropiadamente.

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