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Jin Jooha


A veces es fácil deducir que tipo de persona es cada quién solo con verlo, es normal asumir la vida, el cargo y la cantidad de dinero que tendrá en su cuenta bancaria y es curioso que aunque nos equivocamos tantas veces, seguimos haciéndolo, somos prejuiciosos por naturaleza.

Mi madre tenía el talento de hacernos pasar por otro estatus social, las personas nos veían y asumían que éramos adinerados. Mi madre parecía una mujer fuerte, decidida y determinada, incluso luego de divorciarse de mi padre. Siendo de Corea, era muy extraño que fueras admirado incluso luego de un divorcio, pero mi madre lo había logrado.

Ella lograba verse elegante, incluso cuando tapaba los moretones de su rostro y cuerpo luego de cada golpiza, y de la misma manera me crío.

Mi padre fue un hombre abusivo, la golpeaba la mayoría del tiempo y culpaba al alcohol de aquello, el pensaba que no nos dábamos cuenta de que cuando estaba ebrio era un poco más amable.
El nunca llegó a golpearme, pues mi aspecto siempre le pareció frágil, pensaba que si algún día me golpeaba, por más gentil que fuera, podría matarme. No era mi muerte lo que le preocupaba, eran las represalias por un homicidio lo que lo detenían.

Cuando él se fue, el mayor peso de la responsabilidad sobre los sentimientos de mi madre, recaían sobre mi. Al principio se mostró desmotivada, cansada y pesimista.
Luego un doctor le recetó unas pastillas, en sus compuestos se encontraba "Nácar de moluscos" para mejorar su piel, regeneración celular y otras cosas que no recuerdo, asumiendo que su problema de depresión, era por su aspecto.

Luego mi madre empezó a ser muy intensa con mis dietas, me limitaba la comida, me impedía salir a jugar y solo estudiaba la mayoría del tiempo. Cuando no cumplía con sus exigencias como ella quería, era castigado. Terminaba dolorido por las palizas que me daba y cada día me cansaba más. Ella era calculadora, sabía dónde golpearme para no tener moretones visibles, sabía cuánta comida darme para no enfermarme y me daba vitaminas constantemente.

Un día, luego de recibir algunos golpes con uno de los cinturones que papá no se había llevado, entré al baño. Cerré con pestillo y suspiré con dolor, me miré en el espejo y me sentí enojado, enojado porque sabía que los niños de diez años no debían pasar por todo aquello y fue entonces que abrí la gaveta, aquella donde se encontraban las pastillas de Nácar.

Yo sabía que eran fuertes, ya que las pastillas eran sumamente pequeñas y mamá solo necesitaba una por día, así que lo pensé y simplemente volqué el envase hacia mí mano y pequeñas perlas del tamaño de la mitad de una píldora reposaron en mi palma.

Todo mi cuerpo empezó a temblar por la certeza de lo que estaba haciendo, quizás de esa manera mi madre pudiera estar en paz y quizás de esa manera podría descansar yo también.

Lleve las pastillas a mi boca y el sabor amargo se asentó en mi lengua, las trague con dificultad y luego me trague lo que quedaba en el envase.

Algunas lágrimas caían por mis mejillas, pero me convencí de que aquello era lo mejor para todos, incluso para mí. Entré a la bañera y me senté esperando a que hicieran efecto, podía sentir como mi cuerpo empezaba a hervir en fiebre y mis párpados estaban lo suficientemente pesados como para no abrirse más.

Tenía miedo, no sabía que era lo que podía encontrar luego de mi muerte, pero al menos sabía que ya no sentiría nada más.

Desperté en el hospital, o al menos eso pensaba yo, las luces hacían doler mis ojos y mi cuerpo se sentía pesado.

- ¿Qué efectos secundarios da el medicamento?- escuché la voz de mi madre algo amortiguada.

- Pues la migraña es uno de ellos, pero son mínimos - Hubo un silencio- El problema es, que su hijo consumió todo el frasco. Las pastillas tienen dosis mínimas de radiación, pero al consumir el frasco a una edad tan temprana, no sabemos lo que puede ocasionar en su organismo.

Una Bala al CorazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora