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Rebeca W.

Se podría decir que comencé con un sutil acto de autodeterminación, un inaudible grito de rebeldía, y mi madre, desde luego, había reaccionado en consecuencia. La forma en que me mira es confusa; su postura se ha vuelto tensa. Similar a un gato en estado de alerta, con los músculos visiblemente tensos bajo su piel, la espalda encorvada, el pelaje erizado y la mirada clavada en mí, como si oscilara entre arañarme o salir despavorida de la habitación. Mi madre no es un gato; los gatos no son tan predecibles. 

A ella, en cambio, la conozco bien, y hay dos opciones: o hará el papel de víctima manipuladora, o se desmayará. Ambas reacciones son malas, por supuesto, y no hay razón para llegar a tales extremos. Mis únicas palabras habían sido: "Quiero elegir mi atuendo hoy". Algo sencillo y para nada ofensivo, pero aquí estaba ella, dispuesta a dramatizar la situación, y no lo entendía. Tal vez el problema sea yo, tal vez sea ella, tal vez ambas, incapaces de comprendernos mutuamente. Quizás, desde hace tiempo, la veo como una enemiga que me ataca sin descanso, mientras ella no percibe las presiones que me impone sin considerar lo que siento. Su actitud es controladora, y he permitido que ese defecto suyo también gobierne sobre mí.

Su voz, desconcertada, se escuchó más leve de lo habitual. 

—¿Quieres elegir tus atuendos? —La pregunta sonó más como una afirmación para sí misma, pero igual asentí. Me había prometido empezar con pequeños pasos y tomar control sobre aquellas cosas que tenían que ver con mi persona, incluido un simple atuendo. No es fácil. Tomar la iniciativa es un tanto aterrador para alguien que no lo había hecho antes, y me preocupaba la reacción que tendría mi madre ante este cambio. Estaba derribando su perfecto control, y el cambio no es algo que lleve bien. Ninguna de las dos. 

—Sí, madre, no es que desprecie tu ayuda —aclaré, tratando de que no se sintiera mal—, pero me gustaría hacer más cosas por mí misma y deseo ser yo quien elija, desde ahora, lo que deba ponerme. —La miré expectante; ella parecía turbada por lo dicho, pero una sonrisa maternal que no recordaba haber visto en años apareció en su rostro.

—Tienes razón —dijo, sorprendiéndome—. Siempre quiero controlar todo, y ahora que tienes veinte años debo aprender a dejarte ir. Pronto te casarás y tendrás que hacerte cargo de tu hogar; no podré estar contigo para siempre. —Besó mi frente y se llevó consigo el vestido que había traído. —¿Quieres que envíe a tu doncella para que te ayude a atarte el corsé?

—No, Rita me ayudará —negué con prisa y le di una sonrisa. 

—Está bien, como decidas —dijo finalmente, antes de irse y cerrar la puerta tras ella. Estoy sorprendida; no esperaba esa respuesta, pero me conformo. No había salido tan mal. Me sentí alegre e ignoré el tema del matrimonio que mencionó. Eso podría hablarlo más tarde con ella, pues obviamente no replicaría; claro está, sería inconveniente para mi buen humor y mis planes del día de hoy.

Momentos después, entre risas y algo de alboroto en mi habitación, Rita y yo nos vestimos y luego bajamos a desayunar. Fue algo ligero, ya que nuestro apetito era casi nulo por la emoción de este día. El aviso de Bastian, el mayordomo, de que el auto ya estaba aquí y esperaba afuera, nos hizo salir tras despedirnos de mis padres y hermano. La puerta del auto se abrió y de él bajó Fiorella, quien nos saludó alegremente. Rita y yo nos acomodamos dentro, pero antes de subir nuestra tercera acompañante, ella miró atrás, no sé si en alguna dirección en específico, pero solo fueron unos segundos y luego se metió, golpeando levemente el asiento del conductor y, con una sonrisa, indicó que se pusiera en marcha.

La emoción crecía en mi pecho, a pesar de lo incómodo que resultaba llevar dos vestidos y un sombrero que ocultaba parte de mi rostro. Sin embargo, volvería a ponerme los vestidos necesarios con tal de sentir esta alegría junto a las animadas voces de Rita y Fiorella, que conversaban con entusiasmo junto a mí. No podía prestarles mucha atención, ya que estaba absorta en ver todo lo que podía, como los edificios del centro de la ciudad. Aunque soy residente desde nacimiento, no la conocía bien, pues apenas prestaba atención cuando salía con mi madre, quien me exigía sentarme derecha y no asomarme por las ventanas más de lo necesario. Además, solo salíamos para ir a casa de sus "amistades", por lo que nunca paseamos por aquí.

Cuando Nos Volvamos A EncontrarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora