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Vuelo 3645 con destino Nueva York

Alfonso estaba harto de viajar. Estaba harto de subirse y bajarse de aviones. Estaba harto de tener reuniones interminables con gente a la que la mañana siguiente era incapaz de recordar. Estaba harto de dormir en hoteles y de desayunar en salas de espera. Pero de lo que de verdad estaba harto era de no tener un hogar al que regresar.

Sin embargo, hubo una época en la que le encantó ese tipo de vida. Tiempo atrás, había disfrutado con la sensación de poder que sentía cuando era recibido por los ejecutivos de las empresas a las que iba a asesorar; lo había atraído el glamour de visitar tantas ciudades sin reparar en gastos, y había sabido deleitarse con todo lo que éstas le ofrecían. Hubo una época en la que incluso le ilusionó tener tantos puntos en su tarjeta de vuelo y presumir ante sus amigos de todas las conquistas que tenía por el mundo. Pero ya no. Ahora sabía que todo eso no valía para nada.

¿Cuándo había empezado a cambiar de opinión? Si era sincero, hacía ya mucho que no «conquistaba» a nadie, empezaba a tener úlcera de tanto comer en restaurantes y ya no recordaba la última vez que había mostrado interés por saber algo de la ciudad que estaba visitando. Todo eso lo inquietaba, pero lo que lo tenía más preocupado era que no sabía qué había pasado para que se diera cuenta de que todos esos lujos eran en realidad una pobre compensación por lo que estaba perdiendo: su vida... Y ¿por qué la persona que tenía sentada delante llevaba el asiento tan reclinado?

Aquel vuelo era un desastre; todo había ido mal desde el principio. Cuando llegó al aeropuerto y vio la cola que había para facturar, se temió que hubiese pasado algo, y por desgracia acertó. La compañía había cometido un error en la venta de billetes y había overbooking. Si no cogía aquel vuelo no iba a llegar a tiempo para la reunión con los directivos de Biotex. Por suerte, dada la categoría de su billete, tenía plaza asegurada, pero se le había asignado un asiento en clase Turista. Poncho siempre viajaba en Business porque su empresa se lo pagaba a cambio de que cuando llegara a la ciudad de turno empezara a trabajar de inmediato. Él era tan alto que viajar en Turista le suponía llegar con todas las extremidades doloridas y un considerable mal humor. No era que se preocuparan por su espalda o por sus piernas. No, a ellos sólo les preocupaba obtener el mayor éxito posible, y si enviaban a Alfonso Herrera sabían que lo tenían asegurado.
Aceptó el cambio de asiento con resignación; entendía perfectamente la situación, y él no era uno de esos energúmenos que se quejan e insultan a las azafatas o al personal del aeropuerto cuando no tienen culpa alguna de los errores que han cometido las compañías para las que trabajan. Así pues, entró en el avión y se sentó en su sitio; por suerte, le había tocado pasillo y al menos podía estirar las piernas.

A su lado, había un matrimonio de unos sesenta años que iban a Nueva York porque sus hijos les habían regalado el viaje para celebrar sus bodas de plata. Poncho no era muy hablador, pero eso no había impedido que Dolores (la mujer se había presentado en seguida) le contara todos los detalles del viaje y le dijera, un millón de veces, lo guapos y maravillosos que eran sus hijos. Por suerte, ahora los dos estaban entretenidos, o al menos eso parecía, comiendo la lasaña que les habían servido de cena. Él era incapaz de comerse eso; desde hacía semanas tenía la úlcera descontrolada, y aprovechó para intentar dormir. Por desgracia, su mente parecía incapaz de desconectarse y, para empeorar las cosas, tenía el maldito asiento de delante encima de las rodillas.

Respiró hondo, tal vez si le daba un golpecito suave, su ocupante entendería la indirecta y lo incorporaría un poco. Dio ese golpecito. Nada. Dio otro. Tampoco. Inspiró hondo de nuevo. Volvió a intentar dormir, pero cada vez se ponía más nervioso, así que optó por pedirle a la azafata que le trajera un vaso de agua. Ella se lo trajo en seguida, y eso fue la gota que colmó el vaso; literalmente. Al poner el vaso en la bandeja, quien ocupaba el asiento se echó hacia adelante un segundo y luego de nuevo hacia atrás a toda velocidad, y el agua se derramó por completo encima de Alfonso. Este se levantó en menos de un segundo.

A fuego lento (AyA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora