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La gente siguió aplaudiendo durante varios minutos y cuando por fin Anahi y Alfonso pudieron salir y llegar al vestíbulo, ella se detuvo de nuevo para ir al baño a refrescarse.

En la soledad de aquel cuarto de baño lleno de extrañas, Anahi se miró al espejo y vio los signos de sus recientes lágrimas. Se retocó un poco el rímel y los labios, pero no salió de inmediato. Se quedó allí unos segundos más, hasta sentir que su respiración recuperaba el ritmo habitual.

El musical le había gustado mucho, pero aún sentía cómo los dedos le hormigueaban por haber sujetado la mano de Alfonso. Ninguna de las caricias de ninguno de los hombres con los que había salido la había afectado tanto. Él le había secado aquella lágrima sin decir nada, y luego había entrelazado los dedos con los suyos para consolarla; nada más. Nadie había hecho nunca eso por ella antes. Las pocas veces que sus padres la habían consolado por algo, como por ejemplo no sacar una buena nota en un examen, lo máximo que habían hecho era darle una palmadita en la mano. Su hermana y ella ahora sí que se abrazaban, pero aún estaban en «fase de pruebas», como decía Raquel. La única persona que se había mostrado cariñosa con ella había sido su abuela y, por desgracia, murió cuando Anahi apenas tenía quince años. Y los «novios» que había tenido, bueno, solían tener la sensibilidad de un cubito de hielo. No cabía duda de que Alfonso era distinto; y ella no sabía qué hacer con él.

—Basta —se dijo a sí misma mirándose al espejo—. Estás exagerando. —Una neoyorquina la miró de reojo—. Será mejor que salgas, vayas a cenar y te despidas de él. —La mujer se apartó—. Mira, Anahi, sólo te quedan dos días más en el hotel, y luego ya no volverás a verlo. —¿Eso era bueno o malo?—. Animo, y no te despistes, que no te conviene. Tú céntrate en cocinar.

Salió de los servicios, y cuando vio a Alfonso de pie junto a la escalera, con una rosa roja y el CD del musical en la mano, se olvidó de su disertación.

Poncho se paseó nervioso durante unos segundos. Tenía tres hermanas y estaba acostumbrado a verlas llorar por una película romántica... Aún se acordaba del montón de pañuelos que habían empapado ellas y su madre la tarde que vieron El diario de Noah. Pero verlas llorar a ellas nunca le había puesto la piel de gallina como cuando había visto aquella solitaria lágrima resbalando por la mejilla de Anahi. Era obvio que no solía llorar y, peor aún, que no sabía cómo reaccionar ante las muestras de cariño. Cuando le cogió la mano, ella la agarró como si temiera que él fuera a soltarla. Y si no hubiera sido por los aplausos, no lo habría hecho. Ahora, mientras la esperaba, pensó en que en tan sólo unos días, Anahi había logrado algo que él creía casi imposible: despertarlo. Alfonso llevaba años aturdido, concentrado únicamente en su trabajo y en su familia, pero en los últimos meses se había dado cuenta de que quería algo más. Quería ser feliz, quería enamorarse y que se enamoraran de él, quería tener lo que sus padres y su hermana Ágata tenían. Pero darse cuenta de eso y conseguirlo eran cosas muy distintas. Estaba casi convencido de que eso jamás le pasaría, que jamás conocería a una mujer que se interesara por él mismo y no por su exitosa carrera profesional, y que jamás conocería a una mujer capaz de hacerle perder la cabeza. Y la verdad era que así había sido siempre, hasta que Anahi decidió subirse al mismo avión que él con destino a Nueva York.

Alfonso, aturdido por sus propios pensamientos, se detuvo en seco. Aquello no podía ser cierto. Nadie encuentra al amor de su vida en apenas una semana. Y mucho menos él. Seguro que todo era culpa del musical que, al fin y al cabo, era, según sus hermanas, el musical más romántico de todos los tiempos, y en eso eran unas expertas. Para distraerse, se acercó al mostrador en el que vendían los CD, pero sin saber muy bien por qué, se acordó de una conversación que tuvo una vez con su abuelo. Alfonso debía de tener unos quince años, y en la escuela estaban representado Romeo y Julieta. En esa obra había algo que lo intrigaba mucho; era incapaz de comprender que dos personas pudieran sentir todo aquello casi sin verse, y él, cabeza cuadrada como era ya entonces, tenía que entenderlo. Así que una tarde decidió ir a buscar a su abuelo. Él era un experto en todos esos temas de chicas y seguro que sabría guardarle el secreto.

A fuego lento (AyA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora