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-¿Qué haces aquí? -le preguntó antipática. Ella no solía ser así, pero llevaba casi dos días sin dormir y el señor «soy el amo del mundo» le había amargado el vuelo. Aunque, si era sincera, tenía que reconocer que era increíblemente atractivo y que, bueno, al final se había disculpado. Pero no, estaba demasiado cansada y no le apetecía ser sociable.

-Me alojo en el hotel -contestó él esbozando una sonrisa. Estuvo tentado de añadir que era obvio, pero se mordió la lengua-. ¿Y tú? ¿También te alojas aquí?

-Es obvio, ¿no? -respondió Anahi quisquillosa mientras buscaba la llave en el enorme bolso.
Alfonso se arrepintió de no haber hecho él ese comentario.
-No encuentro mi llave. ¿Por qué insisten en hacer estas tarjetas tan delgadas? ¿Qué tenían de malo las llaves de toda la vida?

-No tengo ni idea. -Poncho sonrió. Se dio cuenta de que hacía años que ninguna mujer lo había ignorado tanto, y si eso le hacía gracia, dedujo que era porque ya se había vuelto completamente loco-. ¿Quieres que te ayude?

-No hace falta. -Ella seguía sin mirarlo-. ¡Eureka! -Sacó triunfal la tarjeta y abrió la puerta-. Buenas noches.
Iba a cerrar cuando Alfonso volvió a hablar.

-¿Anahi?

-¿Sí?

-¿Vas a quedarte muchos días en Nueva York? -Como pregunta no era muy original, pero no se le ocurrió nada más.

-Sí. -Ella se mantuvo fiel a sus pocas ganas de confraternizar, a pesar de que él estaba siendo encantador.

-¿Podríamos salir a cenar algún día? -Hacía años que no le pedía una cita así a nadie. En el mundo en el que se movía todo era mucho más frío y mecánico-. Conozco bien la ciudad y...

-No, gracias -lo interrumpió-. Mira, Alfonso, ¿te llamabas así, no? -Anahi sabía perfectamente cómo se llamaba, pero no pudo resistir la tentación. Esperó a que él asintiera y continuó-. La verdad es que voy a estar muy liada.

Alfonso se quedó unos segundos sin saber qué contestar, ella ni siquiera había intentado disimular que le estaba mintiendo. Él sólo pretendía ir a cenar y charlar un rato con aquella chica. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer lo atraía de ese modo tan repentino, pero al parecer eso sólo le estaba pasando a él.

-De acuerdo. -Dio un paso hacia atrás y entró en su habitación-. Espero que te guste la ciudad. Buenas noches.

-Buenas noches. -Ella cerró la puerta sin añadir nada más.

Anahi tiró el bolso encima de la mesa que había delante del televisor y se frotó la cara con las manos. Había sido muy antipática con Alfonso. Eso de fingir no acordarse de su nombre cuando él sólo intentaba ser amable había sido muy ruín. Pero conocía demasiado bien a los hombres como él como para sentirse culpable. Seguro que el tal Alfonso era uno de esos ejecutivos agresivos con un sueldo demasiado alto, una agenda demasiado apretada, demasiadas mujeres repartidas por el mundo y ningún amigo ni hogar al que regresar. De hecho, ella casi se había convertido en uno de ellos, excepto en lo de las mujeres, claro.

Anahi tenía veintiocho años, y había ido a Nueva York a hacer realidad su sueño. Se había apuntado a un curso de cocina internacional que iban a impartir en la Gran Manzana los cocineros más famosos del mundo, incluidos los españoles. Pero no era cocinera, aún no, ella era médico, especializada en cirugía cardiovascular. Sus padres, el doctor Puente y la doctora Portilla-Prado, eran unas eminencias en sus profesiones; él, Ricardo, era neurocirujano, y ella, Manuela, oncóloga. Ambos eran unos pésimos padres. Los doctores Puente y Portilla-Prado, nunca nadie los mencionaba por separado, habían tenido dos hijas, Raquel y Anahi, que se habían criado con niñeras de casi todo el mundo y en los mejores colegios que el dinero podía pagar. Raquel, la pequeña, siempre había sido rebelde, y ahora mismo estaba empezando su tercera carrera; lo único constante en ella era su inconstancia. Por el contrario, Anahi siempre había sido una hija «ejemplar» y su momento culminante llegó cuando les comunicó a los doctores (Ella había decidido llamar así a sus padres) que ella también iba a estudiar medicina. A Anahi le gustaba la medicina, pero ser médico le daba miedo. En cambio en una cocina todo era mucho más sencillo, más creativo, allí podía dar rienda suelta a su imaginación sin que nadie saliera perjudicado. Pero cuando los doctores oían algún comentario al respecto, le decían que se equivocaba, que no podía echarse a perder de ese modo y, en resumen, que no dijera tonterías. Hasta hacía un año, ella estaba convencida de que tenían razón.

Había estudiado medicina y había hecho el MIR con notas excelentes. A cambio no tenía ningún recuerdo de su vida universitaria. Cuando empezó a trabajar en el hospital, todos la temían y la ignoraban. La temían porque era la hija de dos eminencias nacionales y porque se decía que ella iba a seguir el mismo camino, y la ignoraban porque era un muermo. Nunca salía, nunca iba a tomar un café, nunca sonreía. Nunca hacía nada con nadie. No era que no tuviera amigos. En la facultad había conocido a gente tan dedicada, por no decir tan obsesionada, como ella, y tenía un par o tres de amigas de las que sabía poco sobre su vida personal y mucho sobre sus trabajos. Incluso había tenido un par de novios, si se puede llamar novio a un hombre con el que te acuestas muy de vez en cuando y que está tan pendiente del busca como tú. A pesar de todo, Anahi era feliz. Hasta el día en que aquel chico, Esteban, murió en su mesa de operaciones.

Ella no conocía a Esteban, no lo había visto nunca, pero jamás olvidaría su cara. Tenía treinta y dos años, y llegó a urgencias con un infarto. Anahi y su equipo hicieron todo lo que estuvo en sus manos para salvarlo, pero no lo consiguieron. Esteban murió pocos minutos después. No era el primer paciente que moría delante de ella, pero había algo en la mirada de aquel chico que la atrapó. Nunca había visto unos ojos tan llenos de remordimiento. Salió a la sala de urgencias para buscar a los parientes de Esteban, pero no había nadie. Esperó un rato. Nadie. ¿Cómo era posible? Seguro que había pasado algo. Anahi fue a preguntar a información, y le dijeron que habían llamado a los padres del chico, pero que como eran de Galicia no llegarían a Barcelona hasta el día siguiente.

-¿Y sus amigos? -preguntó, cada vez más intrigada. ¿Cómo podía ser que alguien de aquella edad muriera y que nadie estuviera allí con él?

-He llamado al trabajo -contestó una de las recepcionistas-. Y me han dicho que más tarde ya pasaría alguien.
¿Más tarde?

Anahi esperó allí sentada. ¿Aquel chico no tenía a nadie que le quisiera lo suficiente como para dejar todo lo que estuviera haciendo e ir allí para despedirse de él? Le parecía horrible pensar que alguien pudiera desvanecerse sin causar ningún sobresalto, pero... ¿Qué pasaría si fuera ella la de aquella camilla? Sus padres irían, por supuesto, siempre y cuando no estuvieran haciendo nada importante en ese momento. ¿Sus amigas? Quizá, pero seguro que sus vidas no se alterarían demasiado por el hecho de que Anahi ya no estuviera con ellas. ¿Sus compañeros de trabajo? Lo único que les preocuparía sería quién iba a cubrir su turno. Si era sincera, la única persona que estaría triste sería su hermana Raquel. Y entonces se dio cuenta de que no quería que eso sucediera. No quería morir y causar sólo indiferencia. Bueno, la verdad era que no quería morir. Punto. Pero ya que todos teníamos que hacerlo, le gustaría creer que su muerte le dolería a alguien, aparte de a su hermana pequeña.

A fuego lento (AyA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora