Anahi subió al Empire State y, mientras disfrutaba de la maravillosa vista de la ciudad, se dio cuenta de que Alfonso había acertado. Empezar la visita por allí era perfecto. Dio la vuelta al mirador y no pudo evitar pensar en todas las películas que tenían ese edificio como protagonista, desde King Kong hasta Algo para recordar. Hizo unas cuantas fotografías y entró en la tienda para comprar una postal. Le había prometido a su hermana que le mandaría unas cuantas para que pudiera ponerlas en la puerta de la nevera. Mientras escogía la postal, vio unas pequeñas estatuillas de King Kong en las que el gran mono estaba encaramado en la punta del edificio, gritando como si fuera el amo del mundo, y en un impulso cogió una. Seguro que a Alfonso le encantaría.
Poncho llegó justo a tiempo. La sede de Biotex en la Gran Manzana ocupaba una planta entera de un edificio de oficinas de la Séptima Avenida. Tan pronto como cruzó el umbral apareció un chico que lo acompañó a una sala de reuniones y le ofreció un vaso de agua. Él aceptó complacido, a lo mejor así se recuperaría antes de la carrera. Se sentó en uno de los sofás y esperó a que aparecieran sus clientes.
-Señor Herrera, estamos encantados de conocerle -dijo uno de los ejecutivos de Biotex al entrar.
-Igualmente. Y llámenme Alfonso, por favor -respondió él mientras les daba la mano y se presentaba a todos.
Finalizadas las presentaciones y las preguntas de rigor sobre el viaje y el hotel, lo llevaron al despacho que iba a utilizar mientras estuviera allí. Era pequeño, pero tenía unas vistas impresionantes, y en realidad Poncho no necesitaba demasiado espacio. Lo único que le hacía falta era el ordenador, una mesa, una silla cómoda y una pizarra. Hacer esquemas y pasearse delante de ellos lo ayudaba. Tras enseñarle cómo funcionaba todo y poner a su disposición los archivos necesarios, el señor que lo acompañó le dijo que iba a buscar a John, uno de los abogados de Biotex que sería su ayudante durante ese mes. Alfonso se quedó a solas un instante, contemplando la ciudad desde los ventanales, y se le pasó por la mente que a Anahi le gustaría ver las calles de Nueva York desde allí.
-¿Alfonso? -preguntó un joven desde la puerta-. ¿Puedo pasar? Soy John, John MacDougall. -Le tendió la mano. John tenía treinta años, pero no aparentaba más de veinte. Era alto, aunque no tanto como Poncho, rubio y, aunque iba impecablemente vestido, parecía sacado de una playa californiana.
-¿MacDougall? -Alfonso le estrechó la mano-. ¿Eres familia de...?
Antes de que pudiera continuar, John respondió.
-Soy su nieto. -Sonrió-. Mi abuelo fundó la empresa cuando tenía más o menos mi edad. Y aquí estoy yo, ayudándote a que esta fusión salga adelante.-¿Estás en contra de la fusión? -preguntó él invitándole a que se sentara en la silla que había frente a su escritorio.
-No exactamente. -Al ver que Poncho levantaba una ceja, John continuó-. Seguro que la fusión será buena para la empresa, y para los bolsillos de nuestros accionistas... -suspiró-. Pero no me gustaría que perdiéramos nuestra personalidad. Seguro que crees que es una tontería.
-En absoluto. -Alfonso siempre había valorado mucho las empresas con carácter, y era obvio que Biotex lo tenía-. Mi trabajo consiste en asegurarme de que la fusión es beneficiosa para Biotex y si no lo es no tendré ningún reparo en comunicarlo en mi informe. -Vio que John parecía más relajado que cuando había entrado-. Llevo más de media hora saludando a gente, y nos están esperando en la sala de reuniones. -Miró el reloj y añadió-: Pero me gustaría seguir charlando contigo.
-Si no tienes ningún otro compromiso -sugirió John-, podríamos ir a comer al terminar la reunión. Seguro que para entonces los dos estaremos hambrientos.
-Perfecto.
Ambos se levantaron, y John guió a Poncho hasta la sala en la que ya estaban sentados los directivos de más alto rango y varios miembros de la familia MacDougall. A lo largo de casi dos horas y media le explicaron el estado actual de la empresa y lo que esperaban conseguir con la fusión. Como era habitual en esas situaciones, había diferentes puntos de vista, pero en general, excepto John, todos parecían contentos con la idea, quizá demasiado, y también impacientes. Hubo una ronda de preguntas, casi todas relacionadas con temas económicos, y Poncho tomó nota y prometió responderlas lo antes posible. Al finalizar, todos se pusieron a su disposición para lo que hiciera falta. Alfonso había descubierto dos cosas; la primera, que aquella fusión no iba a ser tan fácil como había creído en un principio, y la segunda, que John había acertado al decir que al terminar la reunión estaría hambriento.El joven llevó a Poncho a un restaurante especializado en comida hindú que había a pocos metros de las oficinas y le sugirió que probara una ensalada. A lo largo del almuerzo, que fue muy relajado, le contó que su abuelo, que aún vivía y era un cascarrabias, no acababa de ver claro lo de la fusión, pero que la apoyaba porque era lo que sus hijas, las tías de John, querían. Alfonso lo escuchó interesado, no sólo porque esa información podía serle muy útil para su trabajo, sino también porque el chico era la primera persona que lo trataba como a un ser humano y no como a un maestro de las finanzas. La conversación siguió por otros derroteros y terminaron hablando de mujeres. John se iba a casar con su prometida al cabo de seis meses y Poncho se sorprendió de lo complicado que era organizar una boda en aquel país. La de su hermana no había sido tan dificultosa, claro que tal vez sí lo había sido y él no se había enterado. A John le sorprendió que Alfonso no tuviera pareja, y él, sin saber muy bien por qué, le dijo que acababa de conocer a una mujer muy interesante. Por suerte, el joven vio que el tema lo incomodaba y no insistió en ello.
Alfonso se pasó la tarde leyendo la propuesta de fusión y tomando notas. Esa operación se iba complicando por momentos. Podría decirse que la multinacional que quería fusionarse con Biotex pretendía en realidad algo más parecido a una adquisición con absorción. Y aunque Biotex había dejado las cosas claras desde el principio, por desgracia la empresa necesitaba urgentemente una inyección de capital para poder afrontar las inversiones que había hecho en investigación durante los últimos años. Alfonso apenas había leído cincuenta páginas y ya tenía otras tantas llenas de notas. Sí, era mucho más complicado de lo que creía. Con razón Enrique estaba nervioso; si aquella operación no salía bien su jefe perdería un suculento contrato. Eran ya las ocho y, excepto el hombre de mantenimiento, ya no quedaba nadie en la planta. Todos se habían ido a eso de las seis. John esperó hasta las siete, pero al ver que Poncho no tenía intención de levantarse de la silla se acercó a él para decirle que también se iba. Aquel día él y Hannah, su novia, tenían que escoger las flores de la boda. Alfonso le dijo que se fuera tranquilo y siguió leyendo hasta que su estómago empezó a gruñir. La ensalada hindú no le había llenado demasiado, así que decidió dar por finalizado el día y regresar al hotel.
Después de visitar el Empire State, Anahi cogió su guía y decidió ir a la estación de trenes de Grand Central y comer en uno de los restaurantes de allí. En la guía se decía que era impresionante, y no exageraba. La joven se paseó por la terminal durante mucho rato, maravillándose tanto por su arquitectura como por la gente que transitaba por ella. Cuando salió, optó por caminar hasta el Rockefeller Center; era un paseo bastante largo, pero estaba tan fascinada con las calles de aquella ciudad que no le importó. La visita de ese emblemático edificio también la impresionó, en especial el mural de la entrada, y lamentó que no fuera Navidad y no tuvieran puesto aquel enorme árbol que siempre salía por la televisión. Bueno, se consoló Anahi, seguro que tendría oportunidad de regresar. Ya era tarde, y como empezaban a dolerle los pies y la espalda retomó el camino de regreso al hotel. En el siguiente semáforo se encontró con Alfonso.

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A fuego lento (AyA)
Fiksi RemajaHistoria adaptada. Versión original de Anna Casanovas.