CAPÍTULO 20

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Pov Poché

Me paseaba por mi despacho, arriba y abajo, llena de impaciencia, furiosa, como un animal enjaulado.

Tenía el ordenador encendido, con el cursor esperando sobre un documento abierto como una voz parpadeante, persistente pero no podía sentarme, no podía escribir. Me sentía como si fuera a volverme loca.

No había escrito desde que Daniela me había dejado sentada en mi coche aquella noche de
domingo. Era jueves por la tarde y no había trabajado nada, a pesar de que tenía una
entrega urgente.

Había dado largos paseos en la moto, entrenando como una loca en el gimnasio. Había conducido hasta Granite Mountain y había hecho quince kilómetros extenuantes de senderismo, pero parecía que ni así conseguía ordenar mis ideas.

Mañana conduciría hasta Camp Muir Mount Rainer; había oído que eran más de quince durísimos kilómetros. Una excursión como aquella debería dejarme hecha polvo, vaciarme. Quizás era lo que necesitaba…

Lo que necesitaba era a Daniela.

«Maldita sea.»

Me senté en la silla, observé la pantalla, cargué el correo electrónico, encontré su dirección.
Empecé a teclear. Pero ¿qué le diría? ¿Que la echaba de menos? Lo hacía. La echaba tanto de
menos que era como una herida en el pecho que jamás se cerraba, que jamás cesaba de doler.

¿Que quería verla? No era probable. Ella me lo había dejado muy claro. Y yo no habia hecho nada que no se hubiera consensuado. Si ella no me quería a su lado, no forzaría la situación.

«Cobarde.»

Suspiré y me pasé las manos por la cara.

Era una maldita cobarde. Toda esa mierda de no hacer nada no consensuado era solo eso: una
mierda. Era una enorme excusa para no pensar en ello.

Aquello también era una mierda. Lo tenía metido en la cabeza. Hasta tal punto que esa idea me estaba ahogando.

Amaba a esa mujer.

—Ay, Dios mío.

Me puse en pie y me pasee un rato más.

¿Acababa de confesar eso a mi misma? ¿Contaba si jamás se lo decía a nadie?

Pero quería contárselo a alguien. Quería decírselo a ella. Ojalá no la hubiera cagado con mi rollo de que no me gustan las relaciones.

Siempre había pensado que, sencillamente, era
honesta con las mujeres con las que salía. Me gustaba dejarlo claro desde el principio. Pero no era más que un mecanismo de autodefensa.

Me permitía guardar distancia con todo el mundo. Y ahora, por fin, había encontrado a alguien de quien quería estar cerca… Pero ¿cómo podría confiar mis sentimientos por ella después de lo que me había estado contando?

Apenas confiaba en mis sentimientos por ella y lo notaba como un cuchillo en el pecho: igual de cortante, de profundo, de intenso.

La amaba.

«Daniela

Me imaginaba su rostro, esos pómulos redondeados y afilados, esa boca sensual, sus ojos marrones y enormes, tan claros como si estuvieran tallados en puro cuarzo. Su cabello, como llamaradas alrededor de la cara, salvaje y con un olor tan bueno, que quería probarlo, tocar esos rizos sedosos con mi lengua. Y su cuerpo que era dulce y tentador, como puro pecado.

Ella respondía a mí como una sumisa natural. Pero, debajo de eso, había fuego puro, inteligencia, con un toque de rabia testaruda, para desafiarme de un modo que jamás me habían desafiado.

«Daniela

Quería montar en la moto y sacarme de encima esa constatación. Esa verdad. Me sentía mareada por ella. Abrumada. Pero, afuera, la lluvia caía con demasiada fuerza. Y la moto no haría que aquello desapareciera, por mucho tiempo que montara.

La amaba.

El corazón me martilleaba. Por amor. Con un miedo extraño y penetrante. Y, de repente, me
daba cuenta de que había tenido miedo y había huido toda mi vida. Que, para amar, tenía que cambiar mis ideas sobre el amor, las ideas que había aprendido de mi padre al que adoraba. Quizá demasiado tarde, me percaté de aquello. Tenía que sacar a mi padre del pedestal al que lo había subido desde que era una adolescente.
Un pedestal que había crecido aún más tras su muerte, hasta que se había convertido en una especie de torre, de monumento poco realista.

Tras el divorcio de mis padres, papá se había ido a vivir solo durante el resto de su vida. Estaba
absorbido por su trabajo hasta el punto de excluir todo lo demás, excepto el tiempo que pasaba conmigo. Y hasta este momento me daba cuenta de que era ese comportamiento lo que ahora con toda probabilidad había sido la causa de la ruptura del matrimonio de mis padres.

Había sido un buen padre. Me había llevado a algunos de sus primeros viajes, a excavaciones arqueológicas no profesionales en México, a una salida de ciencias de la universidad para estudiar los volcanes de Hawai. Pero, aparte de mí, papá jamás había amado a nadie más. No había amado nada salvo la ciencia. Me había dicho muchas veces que lo único que necesitaba era la ciencia y a su hija, que nada más le importaba.

Había necesitado treinta y seis años para darme cuenta de que había algo malo en aquello.
Solo porque mi padre había vivido sin amor no significaba que fuera lo ideal, o ni siquiera
deseable. Tenía que admitir, por vez primera, que quizá papá, brillante como era, no lo sabía
todo.

Esa idea era como una patada en el estómago. Dura y dolorosa. Pero, finalmente, era la
verdad.

Mi padre tampoco sabía que el amor era importante. Y, a pesar de todas mis búsquedas espirituales, nunca había ido más allá de preguntarme por el azar del universo que mi
padre me había enseñado.

Los viajes, mis búsquedas en Nepal, Tailandia, por toda Europa, al final, no me habían enseñado nada. Nada de lo que realmente era importante. Había estado llena de falso orgullo, pensando que había hecho todas aquellas cosas sorprendentes, reveladoras. Mis viajes al Tíbet, a la India, a Israel, a los centros espirituales del mundo.

Había buscado esas experiencias intensas e incandescentes: subiendo al Himalaya o buceando entre arrecifes con tiburones,
enfrentándome a la muerte de alguna forma extraña por la necesidad de demostrar que el universo azaroso no podría conmigo, tampoco, como había hecho mi padre. Pero nunca había llegado hasta la raíz de ninguna forma de autoconocimiento. Ahora comprendía con una claridad repentina y dolorosa que la auténtica raíz era el amor.

Amaba a Daniela Calle.

Tenía que decírselo.

La cabeza aún me rodaba con todas esas revelaciones cuando cogí las llaves y salí corriendo bajo la lluvia.












































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Faltan solo dos capítulos para el final.

Nos leemos pronto.

El Límite Del PlacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora