Capítulo 11

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Un terrible dolor de cabeza y un jaleo tan fuerte como para levantar a los muertos de sus tumbas despertaron a Lisa poco después del amanecer del día siguiente. Se oían voces chillonas.

El alboroto le recordó la memorable ocasión en que Jennie clavó sus dientes en el dedo de la señora Perkins. No era algo que pudiera ignorar fácilmente, con resaca o sin ella. Preguntándose qué clase de problemas estaría ocasionando su esposa en aquella ocasión, gruñó y se bajó de la cama. Después de ponerse la ropa a toda prisa, Lisa salió corriendo de la habitación principal para dirigirse al pasillo del primer piso y siguió los gritos hasta llegar al cuarto de los niños. Descalza y con la camisa medio abierta, entró en la estancia, esperando ver combatientes retorciéndose en el suelo. En cambio, encontró a Antonia, tres criadas, Sung el mayordomo y Henry, el criado encargado de tareas diversas, reunidos en torno a la cama de Jennie. Una de las criadas sostenía en sus brazos un montón de sábanas cuidadosamente dobladas.

-¿Qué diablos está pasando aquí? -gritó Lisa.

Aparentemente sin saber qué decir, Antonia se volvió hacia ella con las manos alzadas en señal de impotencia.

-Yvonne entró en la habitación con el fin de limpiar y cambiar las sábanas, como lo hace todas las mañanas.

-¿Y qué?

Metiéndose los faldones de la camisa en los pantalones, Lisa atravesó el cuarto. Echó un amplio vistazo e hizo un balance de la situación. Jennie, que llevaba un camisón blanco casi transparente de mangas largas, parecía ser el foco de atención. Se encontraba sentada con las piernas cruzadas en el centro de su cama deshecha, con las torneadas piernas descubiertas hasta las rodillas y los brazos extendidos como si se estuviese protegiendo de los intrusos. Al mirarla, Lisa pensó en una patinadora que acababa de caerse sobre el frágil hielo y que tenía miedo de que la gente allí reunida se abalanzase sobre ella con la intención de rescatarla, rompiera el hielo estrepitosamente y al final se hundieran todos en el agua helada.

Se frotó la cara con una mano y parpadeó, en parte para espantar el sueño, pero más que nada porque éste ya era un hábito nervioso. Antonia decía que parecía una idiota cuando hacía eso. Pero, bueno, qué importaba. Cuando su visión se despejó, Jennie seguía sentada en el mismo lugar, y su postura expresaba con mayor claridad que las palabras que no quería que ellos se acercaran. Lisa no podía deshacerse de la sensación de que estaba tratando de proteger algo. La pregunta era: ¿qué? ¿Un montón de ropa de cama arrugada?

-No entiendo nada. - Antonia pensaba en voz alta-. Ayer se levantó sin armar tanto lío -miró a Lisa-. ¿Qué debo hacer?

Lisa tenía varias ideas, la primera de las cuales era prescindir de Sung y Henry. No podía creer que Antonia hubiera permitido que dos hombres entraran allí mientras su esposa estaba vestida con tan poco recato. Sus pezones brillaban como dos pequeños faros que emitieran una luz de color rosado a través del camisón. Tenía la plena certeza de que, si ella lo había notado, Sung y Henry también lo habían hecho. Señalando la salida con el dedo índice, gritó:

-¡Fuera de aquí!

Todos se sobresaltaron, menos Jennie. A Sung se le salieron los ojos de las órbitas y su rostro se puso de un color rojo intenso. Henry, el menos inteligente de los dos, se rascó una oreja y clavó sus ojos azules en su patrona con una expresión inquisidora.

-Sólo hemos venido a ayudar, Señora Manoban.

-¡Fuera! -repitió Lisa entre dientes. Empezó a sentirse como si su cabeza fuese un melón arrojado al duro cemento-. ¡Salgan de aquí ahora mismo! Este es el dormitorio de mi esposa, ¡por el amor de Dios!

Las criadas, todas tan nerviosas como pajarillos, se apresuraron a salir de allí. Lisa agarro a Yvonne, la portadora de las sábanas, del codo.-¡Tú no!

La canción de Jennie // (G!P)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora