Azotaba una fuerte lluvia a la ciudad, la ciudad de los pensamientos de Albert, su propia mente. Era esta, nostálgica, la que le hacía recordar los tormentosos momentos que cierta persona le había hecho pasar durante la adolescencia, generando hacía él un odio irrefutable. Daba el tiempo por olvidado, todo lo que en un pasado, la enemistad entre dos hombres provocó. Sin embargo, las ráfagas de melancolía que atacaban la ciudad de los pensamientos de Albert, le hacía acordarse de la venganza tan deseada que nunca pudo cobrar por todo lo que le había hecho llegar a aquella situación de odio mutuo, en este caso más por Albert que por el otro individuo, Karl. Siempre deseó el mayor sufrimiento para este, o por el contrario la muerte más dolorosa posible. Había veces que fantaseaba con hacerle daño o incluso llevarlo a la muerte junto a la parte que él mató un tiempo atrás de la ciudad de los pensamientos de Albert con sus actitudes. Pero el problema era que, por mucho que este desease la muerte, aún había en su cuerpo una cicatriz que no desaparecía ni tan siquiera cuando su mente estaba totalmente despejada.
Ahora la lluvia de esta urbe de emociones, cesaba y hacía caminar a Albert tranquilo, sin mirar atrás. Los pensamientos que formaban las callejuelas que a veces tanto se ensuciaban, ahora se mantenían limpias y ordenadas. Los recuerdos que creaban grandes edificios, parecían todos estar rectos, sin derrumbarse por las ráfagas de viento que de vez en cuanto perturbaban la ciudad. No obstante había algo que perturbaba aquella soledad, y que aunque no le prestase atención, seguía de cerca a Albert por el camino que marcaba a paso firme. Era un nuevo pensamiento que le acechaba por una noticia que acababa de recibir, pero que prefería escapar de ella sin mirar hacia atrás, haciendo caso omiso a la presencia. No quería hacer que todos los edificios que había reconstruido volvieran a caer. Cada vez era más complicado el paso por las calles, se hacían estrechas y, para colmo, el callejón por el que pasaba se encontraba sin salida, eso suponía enfrentarse con aquel pensamiento que acechante le seguía muy de cerca.
Estaba ya casi en el final de aquella calleja, cuando decidió darse la vuelta. Amenazante se encontraba, ahora de frente, aquel pensamiento que surgía aparentemente de la nada. Pero si miraba hacía la realidad, si desconectaba de aquella ciudadela de sentimientos, sabía que este surgía de los finos labios de su mujer, que mientras leía las esquelas del periódico se topó con un nombre familiar, el cual leyó en alto. "Karl Nakaya" Aquello heló la sangre de Albert, no podía ser posible, su compañero de instituto, su enemigo, al que más odiaba y tantas veces había deseado ver muerto ahora lo estaba. Arrancó entonces el periódico de las manos de su esposa sin dar explicaciones. Su mujer le miró extrañada, pero no le dió importancia. Albert leyó la esquela detenidamente, asegurándose de que realmente era quien pensaba el que había fallecido, no sabía mucho de su vida, pero si el nombre de algunos de sus familiares, por lo que tras leerla completa, pudo confirmar que el ahora fallecido hombre, era su enemigo.
De vuelta en la suya ciudad de pensamientos, con un golpe seco en forma de palabras, se derruyó lo que tanto le había costado reconstruir. Eran solo los más lejanos a él los edificios que se mantenían en pie, los que habían sido creados a partir de los recuerdos recientes. Ahora quedaba Albert envuelto en una atmósfera repleta de virutas de polvo mezcladas con fragmentos de lo que algún día fue una terrible enemistad, que ahora no podía seguir viva. Era complicado salir de ahí, avanzar, el camino hacia delante estaba borroso y, por ende, Albert quedaba atrapado en los recuerdos que compartió con Karl hacía ya remotos años, que aún le dolían, que aún le llenaban de rabia y por su puesto le hacían daño.
No era solo lo que entorpecía su camino los escombros y el polvo del ambiente, si no también una pregunta que surgía en medio de toda la desastrosa ciudad. Las preguntas siempre eran molestas, pues era fácil que se reprodujesen y creasen muchas más a partir de una sola, revolucionando el ambiente hasta que fuesen resueltas, o por el contrario olvidadas, desechadas. Pudiese parecer una necedad el hecho de si quiera plantearse el ir al velatorio de la persona a la que has odiado toda una vida, pues es humano sentir pena por un ser querido o alguien que un pasado pudiste haber conocido, pero resulta muy hipócrita haber deseado el fallecimiento de una persona y que cuando esto pasase quisieras dar el pésame o asistir a su funeral. Pero no era la pena lo que llevaba a Albert a plantearse aquello, era más el remordimiento por no haber nunca acabado todo como él quiso, eran las ganas y sed de venganza lo que lo movían a presentarse en el velorio. De alguna manera quería dar fin a los duros recuerdos y sentimientos hacia Karl y quizá era la mejor opción ir a su funeral para comprender que la enemistad ya estaba por fin muerta, y así, que no volviese a caer por las ganas de vindicta todo edificio de nocivos recuerdos.
Tras varias horas de clavarse restos de escombros, de inhalar el sucio aire y de mancharse las manos para recopilar todos los trozos de los caídos bloques, se levantó del suelo y emprendió su marcha, ahora con todo el espacio libre que lo derrumbado había dejado, forjaría nuevos edificios a través de experiencias que viviría a partir de aquel día. Pero primero tenía que hacer saber a su mente, su urbe de recuerdos y pensamientos, diera por finalizado todo lo que tanto le dañó en un pasado. Ahora, al lado de su mujer, cerraba el periódico y se levantaba decidido. La esposa, Ana, acostumbrada a las actitudes tan espontáneas de su marido no le puso importancia y siguió leyendo por donde lo había dejado antes de que Albert se lo arrancase de las manos. Ni siquiera se despidió de ella cuando, con una ligera gabardina beige y un sombrero a juego que ensombrecía su rostro, marchó por la puerta.
Caminaba por la ciudad que en realidad vivía, aunque sabía que parte de él se encontraba en su ciudadela de sentimientos, pero en ambas avanzaba y tranquilo. Esta vez ni ráfagas de nostalgia, ni tampoco sentía nada acechandole. Fue sosegado a paso ligero mientras tatareaba una muy bella melodía hasta llegar al tanatorio donde era el velorio de Karl. Se mantuvo un rato afuera, observando a la gente que salía de la habitación donde estaba el ataúd de este. De vez en cuando miraba de reojo a dentro de la sala. Se oía el sollozo de una chica joven, probablemente su hija, los cuales se mezclaban con los lamentos de su mujer y estos eran acallados por las palabras vacías de aquellos que trataban de consolar. Finalmente salieron tres de la sala, los familiares, y tras ellos los pocos que a esas horas les acompañaban. Iban a almorzar. Por lo que Albert se dispuso a entrar.
Una vez dentro, se encontró con la sala vacía. Tan solo había una anciana que descansaba en el sofá. Supuso que era la madre de Karl, no le dió importancia a su presencia, pues con los encantos suyos que ocultaba tras la gabardina, conseguiría persuadir a la mujer para que pensase que era un viejo amigo, esto en el caso improbable de que se despertase mientras él se encontraba allí. Entonces, dirigió la última mirada al exterior de la sala, asegurándose de que la familia no se acercase. Tras confirmarlo, se dirigió de lleno a la puerta por la cual se accedía al ataúd, por si alguien deseaba ver el rostro de Karl por última vez antes de que este se convirtiese en cenizas.
Atravesó la puerta sin reparos y se plantó frente al frío rostro inexpresivo. Sin a penas notar el dolor, de un puñetazo rompió el cristal que separaba el inherte rostro de Karl del de Albert. Su mano goteaba sangre, que manchaba lo visible de aquel rostro de un fuerte rojo. Pasó su dedo por los ojos del muerto y luego por sus brazos. Se quitó la gabardina que le tapaba y se remangó. Dejando al descubierto su brazo. Alzó este y mostró una cicatriz blanquecina que reflejaba la palabra estúpido escrito con una caligrafía un poco basta. Ahora de la gabardina que se mantenía en el suelo cogía una afilada navaja. Con la mano contraria, arrancó la parte superior del ataúd de manera, dejando por completo al descubierto el cuerpo. Agarró el brazo, congelado y blanco, de Karl. Empuñando la navaja marcó en su brazo la misma palabra que el tenía, pues si uno había tenido que lidiar con ella toda la vida, el otro lo haría en la eternidad que se le presentaba después de la muerte.
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Relatos oscuros en noches claras
RandomSumérgete en estos relatos, nunca te dejes fiar por lo que aparentan al principio, todo puede cambiar... ¿O no? Cada relato es un mundo a descubrir y del que enamorarse en unas pocas palabras