XXV

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El dolor punzante que sintió sobre la herida antigua que su rostro guardaba le advirtió que se avecinaba una fuerte tormenta

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El dolor punzante que sintió sobre la herida antigua que su rostro guardaba le advirtió que se avecinaba una fuerte tormenta.

Aemond guardó todas sus cosas con rapidez, y con la misma prisa se dirigió a los aposentos de su imprimado, de su omega, del chico que yacía postrado en la cama mientras los sudores fríos recorrían toda su espalda.

El alfa preparó dos bolsas de viaje, las cuales irían sobre Vhagar, porque al sentir rechazo por su proximidad, Lucerys tendría que volar a lomos de Arrax.

Aemond odiaba eso, quería protegerlo y que viajara con él, pero sabía que Lucerys solo se pondría peor por culpa de su contacto cercano.

–¿Ya nos vamos, Aemond? –su voz sonó como un susurro cansado y sin fuerzas. Si no se marchaban ya, tal vez sería demasiado tarde para ambos.

Con presteza, Aemond se acercó a la cama y se arrodilló a su lado. Sus manos avanzaron hacia él para tocarlo, pero se detuvieron antes de llegar a hacerlo al recordar que sus pieles ni siquiera podían rozarse. Su corazón sufrió lo que no estaba escrito al ver la expresión de pena de Lucerys ante su lejanía.

–Sí, mi amor... nos marchamos ya –habló con toda la delicadeza y todo el cariño que pudo. Su ojo violeta se posó preocupado sobre él, intentando analizar su estado de salud–. ¿Puedes caminar?

Con algo de dificultad, Lucerys se incorporó, quedándose sentado sobre la cama; su rostro estaba enrojecido por culpa de la fiebre que llevaba algunas horas atormentándolo, pero al mismo tiempo todo su cuerpo temblaba, dando pequeñas sacudidas que removían hasta los rizos de su cabeza.

–Creo que sí... –murmuró. Entonces se levantó de la cama y, al tambalearse, Aemond no pudo evitar sujetar su brazo con fuerza para que no se cayera. Su contacto se sintió como brasas ardiendo, como agujas clavándose con saña sobre la piel. Ambos sisearon por el repentino dolor, pero el alfa no lo soltó hasta que Lucerys pudo mantenerse en pie por sí solo–. Gracias, Aemond...

El platinado lo miró y sonrió con ternura, pero aquella sonrisa no se reflejó en su mirada preocupada.

Caminaron lentamente por los pasillos solitarios de la fortaleza, intentando no alejarse el uno del otro pero evitando entrar en contacto directo. El alfa cargaba con un equipaje en cada mano, y el omega hacía todo su esfuerzo por poder llegar hasta su dragón mientras su mano temblorosa se enganchaba a una de las asas que Aemond sostenía, en un intento de engañar a su mente para hacerla creer que en realidad era a él a quien tocaba.

Vhagar y Arrax los esperaban nerviosos e impacientes, porque debido al vínculo que los unía a sus jinetes, eran capaces de sentir un pequeño atisbo de lo que ellos sentían.

Después de ayudarlo a subir a lomos de su dragón, Aemond se aseguró de que quedara firmemente sujeto sobre la montura; asió las cadenas sobre sus muslos y caderas, apretando con fuerza para que, en el caso de que se desmayara, no corriera peligro de caer al vacío. Dudó unos instantes, pero finalmente pudo evitar depositar un beso breve sobre su húmeda frente, el cual ni siquiera fue percibido por su sobrino, ya que se encontraba inclinado hacia adelante, medio medio dormido a causa de la fiebre.

MY LITTLE BASTARD | lucemond (PAUSADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora