"Solo un hombre puede llamarme bastardo, y ese hombre no eres tú"
¿Qué ocurriría si os dijera que todo lo que conocemos sobre la historia de Aemond Targaryen y Lucerys Velaryon no es más que una mentira que ellos mismos crearon para engañarnos?
Desd...
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120 d.C Desembarco del Rey
La habitación se encontraba casi en completa oscuridad. La única luz tenue que se podía ver era la de unas velas que Aemond había encendido en cuanto llegó allí después de asearse.
Aquel día había sido complicado, porque tanto él como Lucerys habían tenido que volver a fingir que se llevaban mal delante de todos los que les rodeaban.
Por la mañana, Criston había querido que Aemond luchara contra Luke y, aunque en el fondo él no quería hacerlo porque sabía que estaba en ventaja al ser más grande, tuvo que obedecer a su tutor para evitar que su tapadera fuera descubierta. Después, cuando todos fueron al lugar donde descansaban los dragones de la familia, Aemond tuvo que aguantar las burlas y las sornas de su hermano y de sus sobrinos cuando le entregaron un cerdo haciéndolo pasar por un dragón. Fue la propia mano de Lucerys quien le dio aquel sucio animal, pero sabía que el pequeño no disfrutó de aquel momento.
Como de costumbre, cada vez que los dos niños sufrían en silencio aquella mentira para enmascarar su verdad, se escapaban de las miradas de sus familias para poder encontrarse a solas. Acudían a aquella habitación cerrada a cal y canto dentro de la fortaleza roja para poder disculparse con el otro y para jugar juntos. Hacía años que nadie entraba en ella, solamente lo hacían alguna vez al mes para limpiar el polvo, por lo que ambos niños vieron la oportunidad perfecta para poder verse allí sin levantar sospechas.
Aemond levantó la vista del suelo cuando reconoció el aroma a mar, jazmín y limón dulce de Lucerys y se levantó para poder ir a su encuentro.
Lucerys sonrió cuando el aroma del alfa llegó hasta su nariz, aportándole la calma que necesitaba después de haber estado sufriendo desde que descubrió la "broma" que Aegon y Jacaerys habían planeado para él.
Ambos se abrazaron y, a pesar de que Lucerys tenía ahora cinco años y Aemond diez, la cabeza del menor ya llegaba casi por la barbilla del mayor. Aemond se permitió oler su pelo y Lucerys aspiró con disimulo sobre su ropa.
Cuando se tranquilizaron lo suficiente se separaron y caminaron hacia la alfombra sobre la que siempre se sentaban. El primer día que llegaron a esa habitación, ambos sintieron la necesidad de crear un pequeño refugio sobre aquella mullida y cómoda alfombra, por eso cogieron algunas prendas que ya no utilizaban pero que estaban impregnadas de sus propios aromas y las acomodaron para crear un lugar seguro y cálido donde pudieran sentirse a salvo del mundo exterior. Cada vez que limpiaban aquel lugar debían retirar todo para esconderlo, cosa que entristecía en gran manera al pequeño Lucerys, pero Aemond lo consolaba y apaciguaba su dolorido corazón cuando le juraba que, en cuanto aquellas criadas salieran de allí, volverían a colocarlo todo como estaba.
–Siento haber peleado contigo esta mañana –se lamentó Aemond mientras jugaba con sus propios dedos–. Te hice daño en el costado cuando te golpeé con mi espada, ¿verdad?