El martes por la mañana Alexander junto a su hermanastro Ulises estaban comiendo el desayuno, o mejor dicho, intento de desayuno (porque no había forma alguna en la que se pudiera llamar "desayuno" a las tostadas más quemadas nunca antes vistas), cuando la puerta de entrada se abrió y Felix apareció en la cocina instantes después con un bolsa marrón en la mano.
El castaño, como si se tratase de su casa, dijo los buenos días y se sentó en la mesa. Ninguno de los dos hermanastros se sorprendió; era más que normal ver a Felix merodear por la casa sin invitación previa (no que la necesitase). Desde que Alexander y Felix se conocieron, los Díaz habían tratado a Felix como a un hijo más, siempre asegurándole que tendría un lugar al que volver y pertenecer; incluso los abuelos de Alexander en navidad le compraban regalos al castaño como si de un nieto más se tratase. Después de todo, no era un secreto para la familia Díaz la relación difícil que Felix tenía con sus propios padres.
—Ten—dijo Felix tendiendolé el envoltorio marrón a Ulises y llamando la atención del pequeño, quien estaba mirando con el ceño fruncido la tostada que estaba en su plato, preguntándose mentalmente si siquiera era algo comestible. El niño tomó la bolsa y metió la mano en ella, sacando momentos después una dona glaseada de color rosa; al ver que se trataba de comida, la cara del pequeño se iluminó. Claramente estaba agradecido de no tener que comer el intento de desayuno hecho por Alexander.
Félix le guiñó un ojo a Ulises y no pudo evitar devolverle la sonrisa que el pequeño le estaba dando mientras masticaba la dona.
—No te preocupes, nunca te dejaría comer lo que sea que sea eso—susurró el castaño entre dientes lo suficientemente alto para que los dos hermanastros escucharan mientras señalaba el plato con el pan quemado con una mueca en los labios.
—¡Ey! Son tostadas—exclamó Alexander. Felix lo miró de reojo, incrédulo.
—¿Si sabes que hay una diferencia entre tostar y quemar, cierto?—agregó Felix para molestar a su mejor amigo. Alexander se cruzó de brazos.
—¡Son perfectamente comestibles!—debatió el morocho, quien, como buen orgulloso que era, odiaba admitir cuando se equivocaba.
—¿Tu crees? No te veo comiéndolas—dijo Félix con las cejas alzadas y señalando el plato enfrente de Alexander con las tostadas sin tocar.
El morocho miró el carbonizado en sus tostadas y frunció los labios. Realmente era un muy mal cocinero.
Félix carcajeó y negó con la cabeza ante la expresión de su mejor amigo.
—Cambia esa cara—dijo el castaño con una sonrisa burlona y de suficiencia en el rostro—. Traje donas para ti también.
Y con eso, el humor de Alexander mejoró y una sonrisa apareció en su rostro cuando Ulises le pasó el paquete.
Tras comer sus donas, los tres chicos se encaminaron al auto de Alexander. Los mejores amigos dejaron a Ulises en su primaria para luego encaminarse a su respectivo colegio; tenía entrenamiento matutino.
—¿Entonces?—habló Félix apenas Ulises se bajó del coche y corrió a saludar a sus amigos que lo esperaban en frente de la puerta. Por lo visto, el castaño había estado esperando el momento justo para hablar.
—¿Entonces...?—preguntó Alexander confundido mientras arrancaba el coche y emprendía camino.
—¿Qué pasó el sábado?—aclaró Felix cómo si fuera la pregunta más obvia del mundo y al morocho no le hizo falta mirarlo para saber que había rodado los ojos.
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Mentiras piadosas
Teen FictionAlexander era el chico más popular y atractivo del colegio. Siempre lo había sido. Con su sonrisa cautivadora, su belleza prácticamente inigualable y su encanto innato, era sólo natural que él estuviera en la cima. O lo era hasta la llegada de Eros...