4: Renacer

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Jules

Llevaba una semana en el pueblo. Cinco días trabajando con Blake. En mi tiempo libre me había dedicado a desempacar, ordenar, limpiar y remodelar. Me sumergía en los recuerdos. Me ahogaba en el silencio. Así que había decidido dejar el encierro y tomar un paseo.
Rain Lake era de esos lugares que te gustaría olvidar para poder verlos como si fuese la primera vez. El aroma a ciprés y tierra húmeda se impregnaba en la nariz. Era pureza, vitalidad, era sentir como cada parte de mi renacía.

Caminaba por la orilla del lago. Se oían pájaros cantar. Los rayos cálidos del sol al atardecer me pegaban en la cara. El viento gélido me sacudía el pelo y entumecía la nariz. Detuve mi paso para contemplar el lago, tranquilo, pacifico... digno de una postal.

Sentía plenitud.

Era un alivio saber que el estado de alerta constante con el que vivía se había esfumado. Aunque las cicatrices solían recordarme que el tiempo no curaba, no dejaba de doler. El tiempo moldeaba las puntas filosas del dolor a su favor, ya no pinchaba, no quemaba, no ardía, pero seguía ahí, como un mounstro invisible que un día podía despertar nuevamente, y mostrar que el tiempo no había curado nada.

No podía olvidarlo, jamás lo haría, me había marcado de por vida. Llevaba su imprenta tatuada en la piel, sus palabras, cada una de ellas impregnadas en la mente y una daga sepultada en el corazón.

Solía pensar que la vida de daba las peores guerras a sus mejores guerreros, y la ganaban, pero ¿a qué costo? Yo gané, pero en el camino perdí lo más importante, mi más grande anhelo

—¡Jules! —dijo alguien a mis espaldas.

Me asuste, temí tanto, que sin pensarlo volvió la mano un puño, tome impulso dándome vuelta. Cuando me di cuenta quien me había hablado, ya era tarde, el puñetazo se descargaba en la nariz de Blake. Quien del susto trastabillo cayéndose sobre su trasero. Rápidamente llevó la mano a la nariz que empezaba a sangrar.

—¡Lo siento! ¡que estúpida! ¿estás bien? —me agache a su lado, él solo asintió—, déjame ver eso —le ordene quitando sus manos de la nariz que no dejaba de sangrar.

Apreté el tabique intentando detener el fluido rojo. Saque un pañuelo descartable de mi bolsillo y se lo tendí para que pueda limpiarse. Fije la mirada en su rostro, en la sombra de la marcada mandíbula, debido al escaso crecimiento de barba, en los ojos turquesas, profundos, parecían coleccionar muchos secretos.

Luego de unos minutos ya no sangraba.

—Buena derecha —intento bromear.

—De verdad lo siento mucho —me disculpe apenada.

—Descuida, te asuste. Solo recuérdame nunca meterme contigo. ¿Te hiciste daño?

Me tomo la mano examinándola. Sentí mi piel arder en su tacto.

—Yo te pego y aun así te preocupas por mí. Eres demasiado bueno o eras masoquista —murmuré divertida, intentando romper la tensión que sentía.

Sonrió ampliamente—. Ambas.

Había un pequeño rastro de sangre seca bajo su nariz. Me sentía extremadamente culpable. Me pare y le tendí la mano. Él se levantó y lo arrastre hasta la orilla del lago. Solté nuestras manos para humedecer un pañuelo. Seguía mis movimientos, atento, podía sentir su mirada clavada en mi nuca. Me puse de puntillas, con una mano le sostenía el mentón, mientras que la otra movía el pañuelo intentando limpiarlo. Bajé la mirada a sus labios, ligeramente rosados, parecían suaves. Carraspee nerviosa separándome de él.

—Como nuevo. Lo siento —repetí nuevamente—, si hay algo que pueda hacer para compensártelo.

Me dio un ligero apretón en el brazo. Me estremecí.

Once de OctubreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora