Capítulo 3 ⏳

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Capítulo 3
El peso de las nubes y la coreografía de los secretos

Canción:
Feel Again
OneRepublic

No soy una persona egoísta, excepto cuando se trata de comida

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No soy una persona egoísta, excepto cuando se trata de comida.

Cuando era pequeña enrollaba mis manos en muchísimo papel higiénico —no quería quemarme ni dejar mis huellas dactilares— y robaba algunas de las galletas que mi abuela dejaba enfriar en la ventana. Mientras yo me llenaba la barriga, a la hora del té le echaban la culpa al gato. Luego de que mi madre supervisara que me lavara los dientes por la noche, me daba un segundo festín con la tanda de galletas robadas.

Como me sentía culpable, le regalaba una al pobre Huevo.

Un día me olvidé media galleta bajo la almohada y desperté con una concentración de hormigas. Mi abuela me llevó de la oreja hasta la cocina y me enseñó la receta.

«Déjale el hurto a los delincuentes», me dijo. «Si tienes hambre, cocinas. Si eres glotona, haces comida de más y te guardas algo extra en un tupper... Pero no me hagas llamar al fumigador ni pierdas mis tuppers».

Desde entonces sigo al pie de la letra sus palabras. Sin embargo, le sorprendería saber que lo que guardo en los tuppers sí lo comparto. Solo con la persona junto a la que estoy acostada, pero lo hago.

—¿Cuántos gramos pesará una nube? —pregunto cuando una se desliza hasta ocultar el sol y la habitación se ensombrece.

—Gramos te pesa el cerebro, Fanny.

Ruedo sobre mi costado hasta subirme a su regazo. Empiezo a darle manotazos.

—¡Eh, quieta! —Zig ríe y me toma por las muñecas—. Aunque me alegra ofenderte, no fue un insulto. El cerebro humano de verdad pesa alrededor de 1.300 gramos. ¿Una nube? Toneladas.

Entrecierro los ojos mientras intento determinar si me engaña, pero él jamás lo hace —aunque es divertido fingir que sí—, así que el detector de mentiras se mantiene en silencio. Suspiro y echo otro vistazo a través del tragaluz que hay sobre la cama, con vistas hacia mi patio porque vivimos enfrentados. Como el cuarto de Zigler es el ático remodelado de una casa victoriana, el techo se cierra en un pico hasta formar un triángulo.

Me dejo caer contra su pecho.

—Pero... —Rasco mi nariz contra su hombro—. Las nubes se ven tan frágiles y livianas, ¿cómo diablos van a pesar tanto?

Sus manos serpentean sobre mi espalda.

—Con el aspecto adecuado, cualquier cosa puede pasar desapercibido el peso que tiene encima. —Infla el pecho al inhalar—. Cualquier persona también.

Me muerdo el labio inferior. Ahora las yemas de sus dedos dan pequeños golpecitos, simulando una caminata sobre mis costillas.

Aunque nuestros pechos están presionados y mi corazón martillea con fuerza el suyo en un grito de atención, Zigler no se percata del efecto que tiene sobre mí. Sin embargo, en cuanto a Delilah respecta, sí se da cuenta, y de vez en cuando insinúa algo para ver si puede obtener información.

El amor que detuvo todos los relojesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora