Capítulo 7 Los amores escondidos en las palmas de tus manos
Canción: I know it won't work Gracie Abrams
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A veces quiero estar en lugares que ya no existen.
Como los brazos de mi abuela o la hamaca oxidada que había en la plaza frente al ayuntamiento y a la que mamá me llevaba las noches que no podía dormir.
Mientras veo a Zigler molestar a Huevo tirado el piso de la relojería —nunca un gato y un humano se llevaron peor—, pienso cómo me sentiría si lo perdiera.
Si dijera «me gustas» y él se alejara. Si ya no cruzara la calle trotando y entrara a casa sin llamar, sacándose los zapatos junto a la puerta de la cocina y haciéndome enojar por comerse los ingredientes que necesito para hornear.
No quiero que él se convierta en otro de esos lugares que extraño y ya no existen.
Me muerdo el labio inferior sentada sobre el mostrador, porque al instante también pienso que si el universo decide inclinar la balanza a mi favor, quizás Zig responda «yo también» cuando le confiese que estoy absurdamente enamorada de cada célula que lo compone. Y si eso ocurriera todavía cruzaría la calle trotando y entraría sin llamar, sacándose los zapatos junto a la puerta y haciéndome enojar por comerse los ingredientes que necesito para hornear.
E intentaría desenojarme con un beso.
No lo lograría, pero en el fondo, yo sería feliz: lo odiaría por amarlo lo suficiente como para que el enojo me dure cinco minutos.
—¿Tu gato se hace el service de uñas? —gruñe cuando Huevo se le sube al pecho e intenta arañarle la cara—. Tiene las garras más afiladas que las chicas de la escuela.
Salto del mostrador y corro para alzar al gato, que maúlla y muestra los colmillos en protesta.
—Dijiste que te gustaban porque es más satisfactorio que te rasquen la espalda con ellas.
Me siento en el piso frente a él y se incorpora sobre sus codos:
—Sí, y tu gato quiere hacerme cualquier cosa menos rascarme la espalda.
Mira a Huevo con desconfianza, a quien intento acariciarle la cabeza cuando se zafa de mi agarre y corre como si el mismísimo diablo lo persiguiera. Se sube de un salto a la antigua caja registradora, que es como acupuntura gatuna si pienso que cada tecla numérica de metal se le clava en el cuerpo.
No importa qué tipo de cama o juguete le compre, nunca duerme o juega con lo que debería: siempre elige tomar la siesta ahí y entretenerse intentando sacarle los ojos al que tenga enfrente.
—Deberías darlo en adopción.
—Lo mismo pienso de tus hermanos. —Fuerzo una sonrisa.
Huevo es malo, pero los parientes consanguíneos de Zigler están en otra escala de maldad.