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Pocos años antes de que Johan naciera, cierta región boscosa en el sur se vio asolada por muertes extrañas; hombres y mujeres jóvenes fueron asesinados y vaciados hasta de la última gota de su sangre. Algunos tambien fueron parcialmente devorados por las fieras, pero ninguno tenía sangre alrededor ni dentro del cuerpo.

Los habitantes de la comarca daban caza a cuanto animal peligroso encontraban, pero el número de asesinatos no disminuyó en varias semanas.

Una noche, un grupo de cazadores descubrió a un hombre con los labios pegados al cuello de una joven doncella ya entrada la noche. El estupor paralizó a esos hombres.
El extraño bebió toda la sangre de la joven y tiró el cuerpo a un lado, distraído.

Ni siquiera parecía notar a los recién llegados o no les dio ninguna importancia. Se limpió los labios con el dorso de la mano y hasta ese momento se volvió a verlos.

Además de un hermoso rostro tenía los ojos rojos, el cabello largo y oscuro como ala de cuervo y los colmillos demasiado largos manchados con la sangre de la chica muerta, los vieron cuando el sonrió a la luz de las antorchas.
Se le veía feliz y satisfecho, como si asesinar a una doncella fuera una gracia digna de celebración. Los hombres enfurecieron al tiempo y lo atacaron.

Una flecha le traspasó el pecho, seguida de otra en la pierna y una más en el cuello.
Herido de muerte no pudo escapar y fue llevado al palacio.

En el camino fue golpeado, despojado de sus ropas, atado y cuando llegó ante el rey, su aspecto era lamentable. Los aldeanos relataron la historia y mostraron el cadáver de la casi niña, como prueba del diabólico asesinato.

El rey habló y los guardias se llevaron al extraño. Tres días después, con el cuerpo inutilizado en su mayor parte, suplicó de rodillas ante su majestad, tal y como las tenazas y el fuego, los látigos y los pinchos lo persuadieron de hacer; se llamó a sí mismo "demonio" y confesó ser hijo del infierno, pidió misericordia, una muerte piadosa y el rey, compasivo, lo condenó a muerte.

Al día siguiente fue sacado de su celda y conducido al cadalso al medio día; iba a ser quemado en la hoguera, ante el pueblo reunido.

En cuanto el primer rayo de sol cubrió su cuerpo ardió, convertido en una tea viviente. Nadie pudo evitarlo. En pocos minutos se consumió hasta quedar reducido a cenizas.

Sus alaridos espantaron a la muchedumbre, el pueblo entero estaba aterrado, lo supieron. ¡Era un demonio de verdad! Nadie se atrevió a tocar las cenizas, ni siquiera el sacerdote, quien se alejó corriendo hasta la iglesia, murmurando sobre una misa para bendecir al pueblo.

Bañaría de agua bendita las infernales cenizas.
Iba a pelear con el demonio que resguardaba los restos repugnantes del servidor del Maligno.

Y se encerró a piedra y lodo en la sacristía.

Al amanecer del día siguiente, cuando recuperó el valor, preparado para enfrentar cualquier cosa, gracias a unas cuantas botellas de vino consagrado, se encontró con que las cenizas desaparecieron. Nadie pudo decir quién se las llevó pues todo el pueblo estaba encerrado en sus casas.

No hubo más muertes como aquella.

Su padre fue quien vio al demonio y quien le envió a recibir tortura, el que lo mandó ejecutar y después hizo escribir la historia, la misma que poetas relataron una y otra vez en los banquetes.

Los cantores describían el heroísmo del rey luchando contra la maldad, los detalles del cuerpo roto y los ruegos por una muerte pronta de ese demonio.

Cantaban sobre los ojos de la criatura, que ardían como carbones al rojo vivo.

Tal y como el joven príncipe veía arder los ojos del ser que lo miraba con avidez, con hambre, pero sin acercarse de nuevo. Parecía indeciso. Casi tímido.

Supo que iba a morir alimentando a un demonio y su alma iría al infierno; casarse, después de todo, era una opción menos mala, en comparación con lo que tenía enfrente en ese momento.

—¡No me mates demonio, tengo que vivir! —La débil voz de un muchacho más cansado que asustado y un claro y firme tinte de autoridad. La voz de la respuesta fue profunda y oscura en contraste con las notas cristalinas.

—Todos tenemos que vivir, muchacho. Hasta yo tengo que hacerlo—. El joven príncipe pensó que podría salir de aquello si decía las palabras correctas.

—No soy un simple muchacho —dijo, con voz jadeante, tratando de cubrir su entrepierna expuesta. Pudo cerrar un poco las piernas pero la fractura le hizo apretar los dientes de dolor—. Soy hijo del soberano de estas tierras—. Respiraba con dificultad entre palabras, por la agonía de sus heridas—, y heredero a la corona. ¡Debo vivir por mi pueblo! —Miró al demonio, para medir el efecto de sus palabras. No fue el que esperaba.

Los ojos del vampiro destellaron de odio mientras se levantaba a toda su increíble altura.

—¡Eres hijo del torturador!

AnhelosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora